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La regla de oro de C.S. Lewis sobre la lectura

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David Mills - publicado el 02/02/18

No sabemos lo que no sabemos, pero aquí hay un inicio de solución.

No sabemos lo que no sabemos, y eso incluye cuánto estamos de acuerdo con personas de las que pensamos total, completa y horriblemente mal, afirma C. S. Lewis. Escribiendo desde 1944, dice: “La ceguera sobre la cual nos preguntará la posterioridad, ‘Pero ¿cómo pudieron haber pensado eso?’, yace en donde jamás hubiéramos sospechado, y tiene que ver con algo sobre lo cual están tranquilamente de acuerdo Hitler y el presidente Roosevelt o el Sr. H.G. Wells y Karl Barth”.

Descubrirás, por ejemplo, que la mayoría de los abolicionistas antes de la Guerra de Secesión estadounidense compartían la misma visión básica sobre las personas negras que los negreros sureños. Casi todos creían que los negros eran inferiores a los blancos. Simplemente se oponían a que los negros fueran esclavizados. Les miramos y pensamos: Cielo santo, ¿cómo pudieron haber pensado eso?

“Cada época posee a su propio punto de vista”, continúa Lewis. “Goza de una capacidad extraordinaria por reconocer ciertas verdades, y una tendencia extraordinaria a cometer a ciertos errores”. Y es ahí, explica, donde hay una lección que podemos aprender con la lectura del pasado.

Nosotros, aficionados

Extraje estas palabras de una introducción escrita por Lewis a la traducción de una monja anglicana de una de las obras clásicas de la Iglesia primitiva, Sobre la encarnación, de san Atanasio. Este prefacio puede encontrarse con el título On the Reading of Old Books en una colección titulada God in the Dock. [El lector puede encontrar una traducción no oficial, ¿Por qué leer los libros del pasado?, divulgada para fines didácticos por la Universidad de Texas en El Paso; NdT]

Lewis nos advierte a nosotros, aficionados, de que, con los libros modernos, no sabemos lo suficiente como para identificar los problemas. No conocemos lo suficiente la historia del argumento. Tampoco conocemos lo suficiente el debate actual.

Lewis compara nuestra lectura con sumarnos a una conversación tres horas después de que haya empezado. Nos hemos perdido demasiado como para entenderla. Probablemente hayas tenido la experiencia de unirte a un grupo que ya llevaba un rato hablando y entonces escuchar un comentario que hace desternillarse de risa a todo el mundo pero que a ti te pareció algo insípido. A no ser que hayamos leído mucho y durante mucho tiempo, seremos la persona que se suma a la conversación tres horas más tarde.

Da la casualidad de que yo mismo sé algo de Lewis y a menudo pienso en esto cuando leo algún artículo nuevo sobre él. Los autores casi siempre cometen errores fácticos y a menudo interpretan lo que dice de maneras que, en mi opinión, son equivocadas. Con frecuencia ordenan lo que saben de él para acomodar sus propios compromisos. Algunos evangélicos intentan hacer de este escritor tan inglés y tan anglicano un escritor evangélico estadounidense, mientras que algunos católicos intentan hacer de este escritor tan protestante uno católico.

Tenemos un problema aún mayor, según prosigue Lewis. No sabemos lo que no sabemos. Somos criaturas de nuestro tiempo de maneras que no percibimos. (Yo añadiría que también somos criaturas de nuestra nación, cultura, clase, raza, sexo. Estamos más ciegos de lo que creemos). “No podemos escapar completamente de esa ceguera ninguno de nosotros”, afirma, “pero lo cierto es que la fortalecemos y a la vez debilitamos a nuestras precauciones contra ella si leemos los libros modernos nada más”.

Y explica por qué. Donde “tengan razón estos nos van a ofrecer verdades que ya supimos a medias desde antes. Y, donde estén errados solo nos servirán para agravar el error del cual ya andábamos desde antes peligrosamente enfermos”. Las personas que escribieron los libros antiguos no son más listas que nosotros. No hay nada mágico en el pasado. “Se equivocaban al igual que nosotros.  Pero no fueron las mismas equivocaciones. Ellos no nos van a adular con los mismos errores que ya estamos cometiendo, y sus propios errores, ahora abiertos y palpables, ya no nos seducen”.

“Mejor dos cabezas que una sola”, continúa, “no porque sea infalible ni la una ni la otra, sino porque es poco probable que vayan a equivocarse ambas de la misma manera”. Termina añadiendo que los libros del futuro nos ayudarían de igual forma, pero no han sido escritos todavía, como sí lo está el pasado.

La regla de Lewis

Lewis ofrece una lección práctica para nosotros los aficionados. “Después de leer un libro nuevo”, aconseja, “es buena regla nunca permitirse otro nuevo sin leer en medio uno viejo. Si esto te resulta demasiado, como mínimo debes leer un libro viejo por cada tres nuevos”. Es decir, uno de dos o uno de cuatro.

Me permitiría añadir dos cosas a la enseñanza de Lewis. Primero, de cada tres o cuatro libros que leas, lee uno con el que puedas avanzar en algún tema que te resulte útil. Ese tema podría ser responder a las preguntas de tus hijos o ayudar con el Rito de iniciación cristiana. Me refiero al tipo de libro que quizás tengas que subrayar y resumir y tomar notas al margen para ti mismo. El ejercicio mental te hará bien y te ayudará a entender el tema con más profundidad que si simplemente leyeras libros más populares.

Segundo, lee un libro —un buen libro— de un autor o autora que escriba desde una perspectiva con la que discrepas. Puede ser el mismo libro que el primero. No lo leas para criticarlo. Léelo para entender por qué el escritor dice lo que dice, cómo su visión del mundo le resulta correcta, cómo sus declaraciones tienen sentido para él o ella. Probablemente aprendas cosas de él que las personas afines a ti no te dirán. Si tienes que debatir con sus pares o explicar a alguien qué problema hay en sus ideas, te irá mucho mejor porque estarás apuntando a las auténticas creencias del otro.

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