La Nochebuena de 1886 fue especialmente señalada en la vida de la santa. Ella contaba 13 años. Al regresar de la misa de Nochebuena, junto con su padre y su hermana Celine, fue a busca los zapatitos que solía dejar a Papá Noel y que encontraba llenos de regalos a la vuelta. Pero no fue así: estaban vacíos. Teresa se marchó entonces corriendo a su habitación.
En sus escritos, recordaría más tarde: “Esa noche fue cuando Él se hizo débil y sufriente por mi amor, y me hizo fuerte y valiente.”
Teresa de Lisieux descubre aquel día la alegría que produce olvidarse de sí misma: “Sentí, en una palabra, que la caridad entraba en mi corazón, la necesidad de que me olvide de buscar agradar, y desde entonces yo fui feliz.”
Por una gracia muy especial del Niño Jesús, remiten los defectos de infancia y a la vez se siente fuerte como no se había encontrado desde que muriera su madre de un cáncer de mama, en 1877, cuando ella contaba solo 4 años de edad.
“Desde esa noche bendita, ya no fui derrotada en ningún combate, en lugar de eso fui de victoria en victoria y comencé, por así decirlo, una carrera de gigantes.”
En mayo de 1887, le comunicó a su padre un domingo que deseaba entrar en el Carmelo en el aniversario de su “conversión”. Luis Martin, que entonces tenía 63 años, rompió a llorar junto con su hija. Tomó una florecilla blanca, se la entregó raíces incluidas y le habló del cuidado con que Dios cuidaba cada flor. Teresa de Lisieux escribió sobre ese momento: “Cuando lo oí creí que estaba hablando de mi propia historia, “destinada a vivir en otro suelo”.
La imagen procede de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz via Massimiliano Migiorato para CCP.