Nuestra vida no es propiamente humana si no hay en ella una forma de lentitud, dando espacio a la contemplación de las huellas de Dios impresas en nuestro ser.
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Viví mis primeros años en un pueblo maderero al pie de las montañas, donde las mañanas se abrían a la vida en un mundo de verdes paisajes y tierra humedecida con un rocío perfumado de anís y de resinas.
Un pueblo rústico, donde el ambiente de cariño, respeto y confianza, nos unían a todos en familia. La abundante leña, la hogaza de pan, y las carencias mismas eran igualmente compartidas.
Por las mañanas, intercambiando saludos y entre el humo de las chimeneas, los niños tomábamos el sendero a la escuela de un poblado cercano, caminábamos bajo la luz de la luna y un cielo infinitamente constelado, expectantes del dorado presagio en las cumbres de la montaña, de un sol que arribaba inundando todo de colores, dejando a nuestra vista paisajes de valles esmaltados por la primavera y espejos de serpenteantes arroyuelos, y… allá en la distancia, la cálida figura de nuestra pequeña casa de estudios, que animaba y daba seguridad a nuestros pasos.
A nuestro regreso, desandábamos el sendero recibiendo las finas lloviznas vespertinas con las palmas de nuestras manos extendidas y la cara al cielo, buscando ser el primero en descubrir, decorando el frescor de las montañas, el maravilloso arcoíris.
A veces de imponente esplendor, y en ocasiones de finos y delicados trazos, que enmarcaba para nosotros la sencillez de un mundo pequeño y a la vez engrandecido en el bello misterio de sus colores.
Y entonces, siguiendo la tradición de nuestros padres nos deteníamos a orar, pues marcaba el tiempo de Dios a quien podíamos sentir más allá del arcoíris.
Crecí y logre estudios universitarios, ahora soy un profesionista que trabaja en la gran urbe entre muros de concreto y calles asfaltadas, donde suele observarse la naturaleza en la virtual irrealidad del internet, salas de cine, cuidados jardines y zoológicos… la civilización como el hombre la interpreta.
La ciudad va de prisa, con una multitud pendiente de noticias, el reloj, celulares y demás artilugios, que miden, comunican y urgen al hombre a la modernidad, en un tiempo psicológico que calculamos y repartimos en horas y días; el que intentamos manejar y programar.
Ese tiempo que siempre nos falta y del que nunca tenemos suficiente; el tiempo que o bien pasa demasiado de prisa, o bien demasiado despacio.
Pero existe otro tiempo, el tiempo del corazón.
Ése que experimentamos en ciertos momentos de dicha, pero que en el fondo existe siempre; el tiempo de serena lentitud en el que deberíamos aprender poco a poco a dejar descansar el alma.
Lo busco siempre, y no dejo jamás de percibirlo cuando en el tumulto de las personas, siento la caricia de una fina llovizna que dejo entrar en mi interior trasportándome a los lugares de mi niñez, donde existen senderos bajo cielos estrellados y se puede apreciar el sublime canto de las aves, el doblez de un tallo por las gotas de roció, o el aire límpido y nítido que hace vibrar un capullo que se abre.
Un lugar donde nunca hay sequedad completa y la humedad sube al cielo envolviendo el ambiente como incienso.
Un lugar de un tiempo solo marcado por auroras.
Entonces cierro mis ojos y recuerdo vívidamente el arcoíris en aquellas montañas, y me olvido de correr en el tumulto, refugiándome en mi propia soledad y mí silencio. En ese reposo del alma donde brotan las más sublimes inspiraciones humanas al sentir las huellas de la existencia de Dios impresas en la creación y en el fondo de nuestro mismo ser.
Lo que penetra entonces en lo más profundo de mi interior hace que ascienda algo que canta, se dilata y me invade, con sueños de infinito, de pureza, de aspiraciones a algo pleno y total, perfecto, absoluto. Como algo inefable que desafía las palabras y al pensamiento, y que es sin embargo, por lo que únicamente vale la pena vivir.
Y me pongo a hacer oración… en el tiempo de Dios, sin importar el lugar en que me encuentre.
Ese tiempo en el que, en los sentidos no penetra ya el mundanal ruido con su confusión de sonidos, de colores y de formas, de sensaciones, de ideas, de imágenes en tropel.
Y pido por la paz del mundo.
Sí, que haya paz en nuestras almas para volver a ser como niños, sabiendo que hay difundido en el mundo un amor muy grande y que sin él cual no sería tan bello.
Paz en nuestra almas para oír la voz, la voz que al principio no se distingue de la impresión que hacen las cosas, pero que poco a poco, se convierte en experiencia indecible que no pueden comprender los que no la han vivido, y por la que lo dan todo aquellos que la conocen…
La voz de quien vive en cada uno de nosotros.
Artículo inspirado en el libro De la vida serena, Jackues Leclerq, Editorial PATMOS 1965.
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