Muchos de los argumentos esgrimidos por jóvenes y adultos que se declaran ateos es simplemente que Dios es un invento humano, una proyección psicológica de nuestros deseos, un consuelo para personas que necesitan “creer en algo”.
Y al demostrar la evidente necesidad humana de trascendencia, quedaría demostrado que Dios es tan solo una ilusión.
Estas ideas no son nuevas. Y se han vuelto populares, hasta el punto de que muchas personas creen que por el solo hecho de afirmar la necesidad humana de creer en una realidad trascendente, habríamos encontrado el origen de la religión.
Algo muy ingenuo y básico, pero esgrimido como un gran argumento hacia los creyentes que son tratados como subnormales por tener fe, o simplemente como gente carenciada en su vida emocional.
El problema de Dios
Decía el filósofo español Xavier Zubiri a mediados del siglo XX que “el ateísmo es la característica de nuestro tiempo”.
Si bien hemos pasado de un ateísmo humanista y militante, a un ateísmo práctico, de indiferencia, no es menos cierto que mucho de lo sembrado por los ateísmos humanistas en el plano de las ideas, sigue vivo aunque de modo más discreto.
Los postmodernos afirman que ya no hay ateísmo fuerte, porque ya no interesa el problema de Dios.
Sin embargo se siguen escuchando viejos y superados argumentos en la calle y en las redes sociales.
Es importante recordar que el ateísmo sistemático es un fenómeno moderno.Y que a lo largo de la historia el problema de Dios siempre ha sido un tema fundamental en la historia del pensamiento y en la vida cotidiana de las personas.
Creo que lo sigue siendo, porque como expresaba Kant en el siglo XVIII: aunque es el concepto más inalcanzable, es al mismo tiempo inevitable para la razón humana. Aun los filósofos ateos, para rechazarlo, le dedicaron gran parte de sus escritos.
El tema de Dios es un problema primordial en la filosofía, porque lo es de la vida humana.
Las preguntas fundamentales de la vida desembocan en él. Porque es inevitable tomarse la vida en serio y no hacerse la pregunta, aunque sea para negarlo.
Ludwig Feuerbach es en gran parte el padre de los ateísmos que vinieron después (Marx, Nietzsche, Freud, Sartre).
¿Cuáles son estas ideas? Su crítica fundamental a la idea de Dios es que la concibe como la proyección de un deseo: “Lo que el hombre echa de menos, eso es Dios”. “El hombre convierte en su Dios lo que él mismo desea ser”.
Para él todo discurso sobre Dios es en realidad un discurso sobre el hombre, todo se reduce a antropología.
Es cierto que en la creencia humana en Dios hay mucho de un sentimiento de dependencia y de la conciencia de la propia fragilidad. Pero mucho más de lo que pensaba Feuerbach.
Nadie puede negar cuánto pesa en las actitudes religiosas los anhelos más profundos de felicidad y la conciencia de la propia finitud.
Pero pocos reparan en que eso no es una prueba racional de la inexistencia de Dios. Porque del hecho de que existan sentimientos, deseos y actitudes humanas de búsqueda de lo infinito, no se concluye que no exista Dios, ni tampoco que exista.
Porque el ser humano tenga necesidades de toda clase, no se concluye que para eso tuvo que inventarse un Dios.
Y aunque se lo invente, eso no da por cerrada la pregunta de si realmente existe Dios más allá de todas nuestras proyecciones y deseos.
Ya san Agustín utilizaba este mismo argumento pero en sentido contrario: es la búsqueda interminable de felicidad la que le hace afirmar que habíamos sido creados para Dios, para ser colmados por el único que puede saciar la sed de infinito que existe en el corazón del hombre.
Salir del encierro psicologista
Muchos de los ateísmos que reducen la religión a un sentimiento infantil, olvidan las preguntas metafísicas fundamentales.
¿Y si es verdad? ¿Si más allá de todas nuestras empresas, proyectos y experiencias hay un Dios? ¿Y después de la muerte, hay alguien esperándonos? ¿Todo se reduce a materia o hay una realidad trascendente?
El encierro en reducir todo a pura psicología, a la pura subjetividad personal, olvida la pregunta por la verdad de lo que existe más allá de nosotros.
Hoy muchos científicos, que desconocen la discusión sobre el problema de Dios en la historia de la filosofía, pero que están guiados por una profunda honestidad intelectual, se están haciendo las mismas preguntas filosóficas sobre Dios y la religión.
Ninguna persona que se tome la vida y el mundo en serio da por cerrado el tema.
Más bien al contrario, vuelve a resurgir con apremiante interés la pregunta por su existencia.
Solo apagando la sed de infinito que llevamos en el corazón y el interrogante sobre la muerte y el más allá, podemos olvidarlo.
Pero es imposible hacerlo, porque a fin de cuentas es la pregunta por el fundamento último, por el sentido fundamental de la existencia.
¿Hay alguien que siendo sincero consigo mismo no se haga la pregunta?
El diálogo con el ateísmo
Las personas tienen derecho a no creer en Dios, es un acto libre el decidir en lo que quiero creer. Como también es un derecho el creer en Dios.
Son opciones legítimas de la libertad humana, que no deben ser ridiculizadas ni reducidas a explicaciones simplistas.
El ateo honesto tiene sus razones para no creer. Pero no es lo mismo que la “teofobia”, esa especie de apasionada y visceral batalla contra toda forma de teísmo.
Allí solo encontraremos fundamentalismos ateos, pero no posibilidad de dialogar.
Por otra parte el creyente no cree en Dios porque sea un camino más fácil, un consuelo psicológico o una necesidad afectiva.
Tal vez muchos tengan fe por estas razones, pero también podrían decirse del que no cree, que tiene algún problema emocional con lo religioso o que su desprecio por la religión es debido a malas experiencias.
Es un tanto ingenuo e irrespetuoso generalizar que si uno tiene o no fe, es por tal o cual necesidad psicológica.
Finalmente es preciso recordar que aunque todas las experiencias religiosas se puedan explicar psicológica y neurológicamente, eso no apaga la pregunta por la verdad de que haya un Dios más allá de nosotros y de nuestra subjetividad.
Nuestra limitación nos hará siempre preguntarnos por lo que está más allá de nuestros límites.
Mientras no renunciemos a nuestra condición humana, siempre estará viva la pregunta por la existencia de Dios.