Solemos pensar que conocemos a los demás y hablamos con facilidad de cómo son, de cómo piensan y de por qué son de tal o cual manera. También los demás muchas veces operan del mismo modo con nosotros. Confundimos con mucha facilidad la realidad con la percepción que tenemos de ella, cuando siempre nos haría bien recordar que lo real es mucho más que lo que percibimos y no obedece a nuestras simplificaciones.
El otro siempre supera la imagen que nos hacemos de él y excede nuestros estereotipos.
Hay características de la personalidad de los demás y de sus pensamientos que no podemos hacer encajar en nuestros esquemas y por esto terminamos haciendo una caricatura del otro. Los otros siempre son una realidad mucho más profunda, cambiante y compleja que nuestros limitados esquemas mentales.
Los prejuicios son juicios elaborados antes de conocer, son valoraciones de los demás antes de saber realmente cómo son. Y si bien es cierto que nunca nos libraremos completamente de ellos, también es verdad que si nos hacemos conscientes de nuestros prejuicios, creceremos en nuestra capacidad de escuchar a los demás y de comprenderlos, siendo así capaces de construir puentes de diálogo y encuentro con los otros.
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La imagen que nos hacemos del otro no debería confundirse jamás con quién el otro es en realidad. Cada vez más los expertos en comunicación repiten que la realidad para las personas es lo que perciben y difícilmente advertimos la distancia entre realidad y percepción. Cuando tenemos una imagen positiva de alguien le escuchamos de una manera muy distinta a cuando nos hemos llenado de prejuicios negativos.
Ser conscientes de nuestros prejuicios nos hará siempre más cercanos, empáticos y abiertos al diálogo con los otros.
Liberarse de los prejuicios es atreverse a destruir la imagen que nos hacemos del otro, a ser un poco iconoclastas con las imágenes que nosotros mismos construimos. Herederos de la mentalidad científico-técnica queremos investigar al otro y clasificarlo, pero no siempre le damos la oportunidad de que se manifieste desde sí mismo, lo cual siempre excederá nuestros reduccionismos.
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Muchas veces no estamos dispuestos a escuchar a alguien o nuestra escucha se llena de la interferencia de nuestros prejuicios y atendemos solamente a lo que confirma nuestras ideas previas. Nos cuesta mucho más abrirnos a la novedad del otro, y aceptar que las cosas pueden ser diferentes a cómo las pensamos. Naturalmente sospechamos siempre de que los demás nos engañen, pero no de que nos engañemos a nosotros mismos. Es muy sano hacerse la pregunta: ¿Y si soy yo quien está equivocado? ¿Y si estoy prejuzgando sin saber?
Las peores interferencias en un diálogo no son los ruidos externos, sino los internos, los autoengaños. Solemos escuchar a los otros a través de la pantalla de nuestros prejuicios, ya sean psicológicos, científicos, religiosos, políticos e ideológicos. Esta “pantalla” a través de la cual miramos y juzgamos a los demás, nos impide abrirnos a escuchar al otro en profundidad. Nuestros deseos y expectativas, temores y enojos, siempre nos limitan a recibir lo que el otro tiene para decirnos.