‘Stranger Things 2’: la amistad contra el mal

Una temporada con algunos altibajos Hay un antes y un después muy marcado entre el estreno de la primera y el de la segunda temporada de Stranger Things, serial creado por The Duffer Brothers, directores de una película pequeña y apenas conocida (pero potente) como Hidden: en los días previos a la emisión del primer episodio nadie pensaba que fuera a convertirse en un pelotazo, pero para esta nueva temporada todo se ha alterado tanto por el éxito que las expectativas eran altísimas.

Matt y Ross Duffer supieron enganchar a los espectadores mediante una maniobra habitual en el cine y en las series del siglo XXI: tomar elementos icónicos de los 80, reciclarlos y dispersar los guiños por la trama, de tal manera que fuese al mismo tiempo homenaje y celebración nostálgica de una época en la que los blockbusters de George Lucas, Steven Spielberg, Joe Dante o Robert Zemeckis nos hicieron la vida más emocionante a quienes empezábamos a sentir el peso de la adolescencia.

Las dos temporadas de Stranger Things compendian los entornos cerrados usuales de las novelas de Stephen King (ambientación en pueblos norteamericanos, apariciones terroríficas de los monstruos, comunidades que se unen para hacer frente a la amenaza y niños que afrontan al mismo tiempo la presencia del mal y los escollos de la niñez) y los aderezan con numerosas referencias a las películas “ochenteras” comerciales (Gremlins, E. T., Los Goonies, Poltergeist, Ojos de fuego, Exploradores, Los cazafantasmas…).

Pero los Duffer tienen su propia mitología, su propio universo, en el que destaca principalmente un reparto que une a antiguas glorias de los 80 (Sean Astin, Winona Ryder, Matthew Modine) con caras nuevas que se han convertido en las mayores celebridades de 2016-2017 (los actores jóvenes, entre los que despuntan los carismáticos Joe Keery, Gaten Matarazzo y Millie Bobby Brown, malagueña de nacimiento), sin olvidar a David Harbour, quien ya había intervenido en unas veinticinco películas y en otras tantas series y que acaba de obtener el papel del nuevo Hellboy.

Las expectativas eran muy altas y en los guiones de la segunda temporada se nota que a sus creadores les han metido prisa para tener a punto el producto. Por eso los cuatro primeros episodios son flojos, no nos engatusan tanto como en la temporada previa, pero es a partir del quinto, y sobre todo del sexto (dirigidos por Andrew Stanton, firmante de WALL·E, Buscando a Nemo y John Carter), cuando la serie despega de verdad, cuando los personajes se separan y las situaciones se bifurcan y empezamos a mordernos las uñas tratando de imaginar qué les ocurrirá en su cruce con criaturas horripilantes y científicos malvados.

Stranger Things también cuenta con detractores: a la serie suele reprochársele que está hueca, que sólo sirve al propósito de entretener. Es cierto que, si la comparamos con algunas series actuales totalmente rompedoras (pienso en Mindhunter o en Big Little Lies), entonces no está al mismo nivel.

Pero el producto de los Duffer, además del entretenimiento y del homenaje a los 80, contiene valores clásicos de algunas novelas de Stephen King y de algunas películas de Steven Spielberg, y eso no se nos debe pasar por alto: la importancia de la amistad. La amistad en la infancia como un valor que los adultos, con sus promesas incumplidas y sus traiciones, terminan destruyendo.

Los niños de Stranger Things han promulgado incluso sus propias reglas al respecto: los amigos no mienten, no se abandonan entre sí, etcétera. Sospechan que, al crecer, la amistad no volverá a ser tan sólida, algo que en Cuenta conmigo (basada en una novela corta de Stephen King) mostraban a la perfección.