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¿Por qué duele tanto cuando algo bello se rompe?

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Tinxi

Carlos Padilla Esteban - publicado el 06/11/17

Cuando lo que se rompe está dentro del alma es todo mucho más difícil. No hay piezas de repuesto

Reconozco que me cuesta aceptar y tener paz cuando las cosas se rompen. Un golpe seco y se rompe un jarrón, un móvil, un vaso de cristal, una obra de arte. En un solo segundo dejan de estar unidas las piezas de un objeto, el que sea. Me da rabia que pierda su integridad. Antes de romperse tenía un aspecto bello, perfecto.

Las cosas rotas son difíciles de recomponer. Unas más que otras. Me duele cuando he sido yo con mi torpeza el causante. Un movimiento brusco, un despiste. Y no puedo recomponer lo roto.

Un solo segundo. Un instante. Quisiera detener el tiempo y retrasar la aguja del reloj tan solo unos minutos. Un paso previo. La vida puede cambiar en un instante. Una decisión equivocada. Una palabra fuera de lugar. Un error. Un desliz. Un gesto. Un silencio. Un comentario desafortunado.

Cuando lo que se rompe está dentro del alma es todo mucho más difícil. No hay piezas de repuesto. La herida es profunda en un lugar indefinido en la hondonada de mi alma.

Me duele todo por dentro. Y no encuentro la forma de volver al instante anterior a ese segundo en el que sucedió todo lo que yo no deseaba. En ese momento se rompe algo dentro del alma. Sé que se rompe para siempre.

Un sonido sordo. Luego trato de unir las piezas, unir las grietas, recomponer los pedazos perdidos, sanar las heridas profundas. Basta un segundo para que se rompa algo dentro de mí para siempre. O para que yo rompa para siempre algo dentro de alguien a quien quiero.

Conozco mis límites. Se lo que puedo provocar con mis palabras y con mis silencios. Sé lo que puede hacer mi mano, mi fuerza, mi rabia, mi enfado. Sé lo que mi ironía ocasiona en otros. Tal vez pierdo el respeto y causo más heridas de las deseadas.

Peter Senge comenta en su obra La Quinta Disciplina: Entre las tribus del norte de Natal, Sudáfrica, el saludo más común, equivalente a nuestro ‘hola’, es la expresión ‘Sawu bona’. Quiere decir: – Yo te respeto, yo te valoro. Eres importante para mí. En respuesta las personas contestan Shikoba, que significa: – Entonces, yo existo para ti.

No siempre miro de esta forma a las personas. Por eso las rompo a veces. Me falta el respeto profundo. El amor que enaltece. Quiero decir siempre: Te respeto. Te valoro. Eres importante.

Son expresiones que me callo tantas veces. Uso otras más violentas y las arrojo contra los que me ofenden. O contra los que no piensan como yo. Las arrojo como piedras con orgullo, casi con rabia. Y algo se rompe. Hago daño.

Y de repente la distancia se agranda. Ya no hay lazos tan firmes. Escucho el ruido sordo de la ruptura. Como un quejido profundo. Y no puedo volver a hacer que las cosas sean igual que antes. Bastó un segundo insensato para ponerlo todo del revés.

Ni yo mismo entiendo mis salidas, mis reacciones, mi ira. Pero reconozco que rompo a otros. Y otros me rompen. No es un vaso el que cae roto en mil pedazos. Es el alma. Y su ruido es sordo. Como el del cristal al romperse contra una roca.

Intento juntar las piezas. Busco el medio de sanar la herida. Pero la ruptura parece definitiva. Tal vez comprendo entonces que el paraíso no es la tierra. En el paraíso no hay rupturas, ni dolor. No hay quiebres, no hay llanto. En la tierra sí.

Decía el P. Kentenich: Ya no tenemos el paraíso, pero tenemos paraísos. ¿Qué significa que no tenemos el paraíso? Aquí en la tierra, el paraíso, así como era en el estado previo al pecado original, no es alcanzable. Nos enorgullecemos de que el único fruto del paraíso sea María. Un día, en el cielo, todos volveremos a ser, en forma plena, como eran Adán y Eva antes del pecado original, antes de su caída [1].

María es el paraíso en la tierra. En el cielo volveremos a vivir el paraíso. Pero mi alma añora ese estado en el que Jesús unirá las piezas de mi vida. En el que ya no habrá ese pecado que rompe el alma. Las piezas rotas estarán unidas.

Estaré desnudo e íntegro ante su rostro, con mis heridas. Y Dios desenredará los nudos. Acariciará las heridas. Entonces mi vida será paraíso para siempre. Con cicatrices que me recuerden lo que he vivido y sufrido, lo que he amado.

Pero sé que aquí en la tierra no hay paraíso completo. Aunque sí hay personas que pueden ser paraíso para mí. Son capaces de crear paraísos pequeños donde puedo descansar yo que estoy roto. No gritan. No tienen ira. Respetan y enaltecen. Unen, nunca rompen.

No dejan caer lo sagrado. Acarician a los que están más heridos. Y sostienen a los que ya no pueden caminar. Son paraísos visibles. Sanan heridas. Unen las piezas rotas. Desenredan los nudos. Son pocas. Pero me hablan del cielo. Su voz acaricia mi dolor. Y su presencia me devuelve el aroma de lo eterno.

Quiero ser yo también paraíso para otros. No romper. Unir siempre. Porque ya hay otros muchos que hacen de su entorno un infierno, lleno de rupturas.

En el cielo, estoy seguro, no habrá distancias. Y las diferencias se confundirán en un abrazo. Y se comprenderá al que habla distinto. Y será fácil compartir la mesa con cualquiera. Piense lo que piense.

Y si así es en el cielo, yo quiero, eso seguro, ayudar a que sea un poco así en esta tierra. Previvir el cielo. Con mis manos torpes que dejan caer el cristal. Con mis palabras bruscas que hieren en lo profundo. Me decido a cambiar mis gestos, a tender mis manos, a callar mis rabias, a ahogar ciertas palabras.

Me levanto y me pongo en camino. No quiero que se rompa nada más estando yo cerca. Hoy lo decido de nuevo. Uno, ato, salvo, sano, acaricio, cuido, callo, acojo, desenredo. Y decido no romper nada más entre mis manos.

[1] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963

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