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¿Hasta qué punto amas a Dios de verdad?

The big question / Faith or doubt – es

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 02/11/17

Sé que algo se ha convertido en un dios cuando ante él no sé cambiar los planes

Hoy Jesús me habla del principal mandamiento: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero.

En primer lugar el amor a Dios. Pero no un amor cualquiera. Es un amor que me consume por entero. Todo mi corazón, toda mi alma, todo mi ser. Todo lo que soy. Un amor integrado.

¡Qué lejos estoy de alcanzarlo! ¡Me siento tan pequeño! Quiero amar así a Dios pero no lo hago. He puesto en su lugar otros dioses que persigo con mayor ahínco. Los puedo tocar, tienen ojos y cara. Son dioses de carne, de piedra, de oro.

Hago una lista de esos dioses a los que amo, a los que les doy mi sí cada mañana. A los que me entrego en cuerpo y alma. Son el dinero, la fama, el respeto de los hombres, el honor en la victoria, la gloria, el reconocimiento del mundo, el deporte, el trabajo, la diversión, los juegos, el placer, el móvil, la lectura, las aficiones.

Una lista larga de dioses a los que amo y sirvo. Muchos de ellos me hacen bien, alegran mi alma. Se convierten en dioses tiranos cuando me esclavizan, cuando cedo siempre ante sus exigencias y no les pongo freno. Están por encima de todo lo demás. Son mi prioridad absoluta.

Sé que algo se ha convertido en un dios cuando ante él no sé cambiar los planes. Cedo siempre a sus insinuaciones. Caigo, me siento débil. Todo lo pospongo cuando se trata de alcanzarlo.

¿Dónde queda Dios cuando es relegado por estos dioses de carne? A Dios todo lo mío le interesa. Me ama con todos mis dioses pequeños y a veces mezquinos. Pero yo invierto mi tiempo en esos dioses y no tengo tiempo para Dios.

Digo que sueño con estar a solas con Dios, con amarlo por entero, pero luego nunca tengo tiempo para ese amor sincero. Y el mejor tiempo se lo doy a otras cosas que sobre el papel me interesan menos y no son prioritarias. Parece el mundo al revés. Hago lo que no deseo.

Y repito con fuerza las palabras del salmo: Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza. Pero no soy sincero. Sigo a otros dioses. Son las contradicciones de mi alma. Hablo mucho del silencio, pero no lo tengo. Estoy lleno de ruidos.

Tengo clara una verdad: Cuanto más sea tu silencio interior, tanto más profundamente Dios trabajará contigo sin que te des cuenta. Cuando logre hacer silencio en mi alma Dios podrá entrar. Pero, ¡tengo tantos ruidos! Me cuesta el silencio interior. Me cuesta callar y escuchar.

Deseo ese descanso en Dios que no poseo. En la oración perfecta es el Espíritu Santo el que ora en ti. Quiero que Dios ore en mí. Me queda muy lejos ese amor a Dios con todo mi ser, ese amor exclusivo en el que Dios me va modelando y ora en mí. No lo logro.

Pero sé que es una gracia que suplico todos los días. La paz del alma no es fruto de mis méritos. Tantas veces siento esto que leía: A nuestra naturaleza humana no le gusta estar delante de Dios con las manos vacías.

Quiero estar ante Dios con las manos llenas de méritos y logros. Quiero hacer, actuar, hablar. No me basta con llegar con las manos vacías ante Él y quedarme callado.

Anhelo ese abandono en Dios, esa confianza plena en su amor profundo. Se lo pido cada mañana. Para poder amarlo con todo mi ser. Para poder vivir en su presencia cada día.

Como S. Ignacio que al final de su vida podía agradecer la presencia constante de Dios en su camino, incluso cuando no lo sentía: Vuelve a la Presencia que nunca le ha fallado. Ni en las noches oscuras, ni cuando dejaba de verlo. Reconoce ahora al que siempre ha estado con él. El amor de su vida. El que ha llenado sus oraciones y sus desvelos. El que le ha enseñado a mirar el mundo con ojos distintos. El que volvió su vida del revés y la hizo tan plena. Su Dios y Señor de brazos abiertos, que le recibe ya para siempre. Y ya no hay cansancio. Sus pasos le han conducido al final, a ese encuentro definitivo, a este abrazo que ya no terminará. Y al cruzar ese último umbral, con todos esos nombres de su vida en los labios y en el corazón, da gracias a Dios, el que siempre estuvo ahí. Y sonríe, de nuevo peregrino, sabiendo ahora que nunca ha estado solo.

Así me gustaría llegar al final de mi vida. Consciente de esa presencia de Dios que un día volvió mi vida del revés y la hizo tan plena. Ese Dios al que me consagro, al que pertenezco por entero. Ese Dios que me ama y camina a mi lado. Aunque a veces sea yo infiel buscando otros dioses del mundo. Ese Dios al que busco y anhelo, aunque me despiste por los caminos atraído por otros amores.

Me vuelvo consciente de mi debilidad y su presencia poderosa me embarga. Confío. Lo que yo no puedo hacer. Dios lo hará en mí. Él lo puede todo.

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