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El cura que molesta a alcaldes y narcos

Alejandro Solalinde – es

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Alfa y Omega - publicado el 06/10/17

Alejandro Solalinde y la defensa de los migrantes en México

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El mexicano Alejandro Solalinde era «un cura burgués», como él mismo se define. Miembro de El Yunque en su juventud, quiso ser jesuita pero sus dirigentes le disuadieron por ser «demasiado progresista». Gracias a los carmelitas comprendió que aquello era «una organización extremista» y tomó distancia. Pero «me gustaba comer bien, los buenos trajes…».

Tardó mucho tiempo en encontrar su lugar en el mundo, «con los migrantes». A los 60 años lo dejó todo para fundar en Ixtepec el albergue Hermanos en el camino, a 30 metros de las vías del tren por donde pasa La Bestia. «Ahora el único objeto importante para mí es la cruz griega que llevo al cuello».

Nominado al Premio Nobel de la Paz, han intentado asesinarle en varias ocasiones. Una noche un sicario le apuntó a la cabeza, pero una orden inesperada hizo que no le matara. Otra noche entraron al albergue el alcalde de Ixtepec y su séquito, armados de bidones de gasolina y dispuestos a quemarlo todo. «Me puse con los brazos en cruz delante y les pedí que me quemaran. El Espíritu Santo me habló claro: fue Él, fue la fe, lo que me dio la fuerza para resistir».

Lo que más le duele no son las amenazas de las autoridades, sino la incomprensión de muchos hermanos sacerdotes y obispos. «Yo molesto porque hablo. ¿Tú te podrías quedar callada cuando siete mujeres son asesinadas al día en este país? Pues aquí nadie levanta la voz».

Recuerda con nostalgia el documento de Aparecida. «Te caes de espaldas de la maravilla que es». Pero como mucho «algún obispo sacó un cuadernito para la pastoral. No se ha puesto en práctica». Un prelado de una diócesis pequeña le dijo: «No creas que no entendemos lo que nos pides, pero cuesta trabajo cambiar». El sacerdote recalca: «Cuando se entiende bien el mensaje de Cristo, se puede».

María sabía que la iban a violar. Y no una, ni dos veces. «Aún así emprendí el camino hacia el norte, porque no quería que mis hijos se convirtieran en soldados de las maras». Viajaba con su pareja y sus dos hijos, de 10 y 8 años. En un momento del trayecto fueron interceptados por una banda y trasladados a una «casa de seguridad», nombre por el que se conocen las guaridas donde los narcos esconden a cientos de migrantes a los que secuestran cada día.

«Nos pidieron el contacto de nuestros familiares para que pagaran un rescate. Mi madre les contó que era viuda y tenía otros tres hijos, no sabía de dónde sacar el dinero. A causa del dolor que le produjo no poder ayudarme le dio un infarto». El padre de Juan, la pareja de María, dijo que no podría reunir más de 1.000 dólares. «Como era poco dinero, me vendieron como prostituta y cada noche me violaban varios delante de Juan. No recuerdo sus caras, solo sus ojos despiadados. Para ellos no era más que un cuerpo».

La primera ley para las mujeres centroamericanas que cruzan México para alcanzar el sueño americano es «sobrevivir a los abusos sexuales». La cumplen las siete de cada diez mujeres migrantes que soportan violaciones durante meses «por parte de las autoridades, de los narcos, e incluso de compañeros de viaje».

Antes de partir se inyectan el Depo-Provera, un anticonceptivo de una sola hormona que dura 90 días y tiene un margen de error del 3 %. La llaman comúnmente la inyección anti-México y se vende en Honduras, Guatemala o El Salvador de forma libre por tres euros.

Ana María se la inyectó, aunque también llevaba preservativos «para evitar enfermedades». Lo que nunca podría imaginarse era que sus mayores enemigos iban a ser sus compañeros migrantes, que abusaron de ella a golpe de machete. «Aún así quiero proseguir mi camino hacia Estados Unidos. Yo ya estoy arruinada. Pero si llego al norte y envío dinero a casa al menos mis hermanas podrán estudiar y llevar una vida decente. Ellas no se verán obligadas a partir».

Lo cuenta casi como una autómata, sentada frente a Lucia Capuzzi, la periodista del diario Avvenire que tras conocer al padre Solalinde ha escrito un libro que Mensajero acaba de publicar en España con el título de Una vida en riesgo. «Anda, le han cambiado el nombre. El otro no me gustaba», reconoce el padre Solalinde en conversación con Alfa y Omega en la sede en Madrid de Amnistía Internacional. El título en italiano, donde se realizó la primera edición, rezaba: Los narcos me quieren muerto. Pero él no quiere darse importancia. Los verdaderos héroes de la historia son los migrantes.

Otro negocio para los narcos

En México desaparecen cada día 54 personas. Esta es la cifra oficial, pero el número es infinitamente mayor. «Todo el país es un fosario, pero nadie habla», afirma el padre Solalinde. Los migrantes son un negocio para los criminales de los cárteles. No tienen nombre. Nadie los echará de menos.

El modus operandi para atrapar a los migrantes consiste en esperar a que LaBestia, el tren de mercancías que cruza México, esté abarrotado de ilegales. Los narcos paran al maquinista a punta de pistola con una frase común: «Plata o plomo».

El conductor suele elegir no morir y llevarse un pico de dinero. Los llevan a granjas aisladas y allí se hace la selección: «Los ancianos, inútiles, son asesinados». El resto se quedan como rehenes –bajo la vigilancia de sádicos que les torturan– y piden a las familias hasta 7.000 dólares.

La tragedia es que ese dinero, que suele dejar a las familias en la ruina y con deudas de por vida, no conduce a la libertad del rehén sino a su cesión a otra banda: «Son cuerpos para prostituir, para obligar a enfrentarse a tiros con bandas rivales o para destinar a trasplantes. Los traficantes de órganos llegan a pagar por un riñón o un hígado hasta 150.000 dólares», explica el sacerdote. De hecho, en los vertederos urbanos aparecen con frecuencia cuerpos sin ojos o pulmones. Solo en la región de Coahuila descubrieron en 2016 alrededor de 4.500 restos humanos.

Hermanos en el camino

El padre Solalinde abandonó en enero de 2007 su tranquila parroquia y se puso, a sus 60, a construir un albergue a 30 metros de las vías del tren, con poco dinero y la oposición de las autoridades. El detonante fue la desaparición de decenas de migrantes de un grupo de 700 que llegó a Ixtepec. «Los vendieron a la Policía, que a su vez los cedieron a los narcos. Sus compañeros decidieron buscarlos y yo quise ir. Nos detuvieron los policías antes de llegar a una de las guaridas. Luego supe que fue la forma de dar tiempo los narcos a trasladar a los rehenes. Nos atacaron con gases y cañones de agua. A mí me arrestaron y estuve 14 horas en la cárcel». Aquello «fue una bendición. Vi al monstruo a la cara».

Para comprar el terreno tuvo que disfrazarse, porque el alcalde había intimidado a los vecinos para que no vendieran al cura ni un metro de tierra. «La tapia que ahora rodea la casa se construyó con una donación de Benedicto XVI, que nos envió 18.000 euros tras recibir una carta en la que le contaba el constante asalto de autoridades y narcos».

En estos diez años han pasado miles de personas por el albergue Hermanos en el camino. Descansan, comen, van a Misa si quieren a la capilla pintada de rosa y coronada por un Cristo magullado, «como ellos». Pueden quedarse el tiempo que deseen y no pagar un peso. Y, además, el personal voluntario ayuda a presentar denuncias contra los criminales o la Policía.

«Porque todo esto que ocurre no sería posible sin la complicidad de las instituciones. Los narcos financian las campañas de políticos». De hecho, se calcula que el 80 % de los 2.200 ayuntamientos mexicanos están controlados por alcaldes ligados a los narcos, como explica en el prólogo del libro Luigi Ciotti, sacerdote italiano conocido por su lucha contra la mafia.

El caso de Elvis

Antes de 2014 uno de cada diez huéspedes había sido víctima de algún crimen. Ahora, nueve de cada diez. Pero de las 811 denuncias presentadas por el albergue entre 2014 y 2016, solo dos han llevado a la identificación del responsable.

«México aplica torturas», sentencia el padre. Y cuenta el caso de un chico guatemalteco al que achicharraron con una pistola eléctrica los miembros del Instituto Nacional para la Migración (INM). Pero denunciar puede costar la vida, por eso muchos eligen callar.

No lo hizo Elvis Garay, un joven nicaragüense denunciado por su mujer mexicana a las autoridades cuando se le caducó el permiso de trabajo. «Le violaron agentes de migración durante dos meses, y como quiso denunciar, le ingresaron en un centro psiquiátrico donde le torturaron mentalmente. Una doctora le dijo que se marchara de allí, que había órdenes de arriba de terminar con su vida».

El muchacho «vino a buscarme y yo estoy luchando con él, incluso hemos ido al Ministerio del Interior. Para que callara han llegado a ofrecerle la ciudadanía, fortunas… pero él está empeñado en seguir adelante con la denuncia y vamos a llevarlo a instancias internacionales. Quiere justicia para que los que vienen detrás de él no sufran lo mismo».

El padre Solalinde advierte: «El Gobierno ya sabe que si le pasa algo a Elvis no voy a quedarme con los brazos cruzados».

—¿No tiene miedo de que le maten?

—Al coordinador de nuestro albergue lo mataron hace poco. Ha sido la única persona que logró que vincularan a un proceso a dos policías. A mí me pueden matar en cualquier momento, pero hasta mi último suspiro estaré denunciando.

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