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¿Cómo puedo dejar de odiar en mi corazón?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 03/10/17

No puedo ser pacífico, ni pacificador, si vivo en guerra dentro de mí

Quiero la paz, lo tengo claro. Y no la guerra. Pero no siempre se consigue la paz sin renunciar a algo. ¡Cuánto me cuesta la renuncia! Tengo claro que dos no pelean si uno no quiere.

Decían que Santa Mónica, madre de san Agustín, aguantaba con paciencia los ataques de ira de su marido, porque no se enfrentaba continuamente con él. Decía: Cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo. Y como para pelear se necesitan dos y yo no acepto entrar en pelea, no peleamos.

¿Cómo reacciono yo cuando me gritan, cuando me ofenden con palabras y desprecios? ¿Cómo reacciono cuando no piensan como yo y me lo hacen saber o quieren cambiarme? ¿Cómo reacciono ante los violentos, ante los agresivos? Dos no se pelean si uno no quiere.


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Pero tal vez tengo que vencer mi orgullo para poder evitar que haya más guerras. Vencer mi vanidad, mi deseo de quedar por encima.

Miro a Jesús confundido entre los hombres: No hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Me parece imposible ser tan humilde, tan pobre, tan pequeño.

Yo siempre deseo quedar por encima. Tiendo a querer imponer mi punto de vista a los demás. Para que no me contradigan.

Decía el Padre Kentenich: El segundo grado de la humildad consiste en que yo me alegro de ser conocido por otros así tal como soy; Y el tercer grado consiste en alegrarse en ser tratado por otros así como yo soy [1].

La humildad es la aceptación de mi verdad. Me alegra ser como soy. No quiero imponer nada a nadie. Renuncio a quedar por encima. Me niego a mí mismo. La renuncia es el coste que tiene la paz.




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Pero tal vez no soy un constructor de paz si yo mismo no tengo paz dentro de mi alma. No puedo ser pacífico, ni pacificador, si vivo en guerra dentro de mi corazón.

No hay paz en mí si no logro saber quién soy y cuánto valgo. Si no he tocado el amor de Dios en mi vida y estoy tranquilo con lo que vivo y siento. Y me quiero así. Tengo claro que deseo esa paz que me viene de lo alto, de Dios.

Comenta Angelus Silesius en una cita del P. Kentenich: En cada uno está depositada una imagen de lo que debe llegar a ser; y mientras no lo consiga, su paz no será plena[2].

Vivo sin paz mientras no logre ser lo que puedo llegar a ser. Mientras no logre encarnar con mi vida el sueño soñado por Dios para mi vida.

Yo me comparo. Entro en una lucha feroz con aquellos a los que veo mejores. Compito. Sé que no puedo solo desprenderme del aguijón de violencia que hay en mi interior.

Me lo recuerda el Padre Kentenich: El hombre no puede sacar por sí mismo el veneno que hay en su alma, sino que debe intervenir Dios para limpiar toda impureza en nosotros [3]. A menudo me rebelo contra esa realidad al sentirme tan pequeño.

Tal vez la guerra surge cuando hay corazones que no tienen paz, y están llenos de odio. No tienen amor, sólo tienen rabia. Tal vez sea así.

No quiero juzgar al agresivo, porque no conozco su herida, no sé de dónde viene, no he escuchado su historia. No sé lo que ha sufrido y por qué odia. Sólo percibo su rabia y me lleno de pena o de furia. Su vida podría ser más feliz si no me odiara. Y la mía si yo no odiara.

En la ópera escrita por Mozart a los dieciséis años, Lucio Silla, un dictador, dice al final de la obra: Ninguna victoria es comparable al triunfo sobre el propio corazón. El protagonista, un dictador lleno de odio, recorre el camino desde la violencia interior hasta el perdón y la paz.

Desde el principio sólo quiere acabar con sus enemigos, tratando de imponer su voluntad a todos. Al final recorre un camino más difícil, el de la victoria sobre su propio corazón y acaba retirándose y dejando su lugar a sus enemigos. Vence sobre su odio. Vence sobre su rabia.

A veces me parece imposible vencer sobre mi corazón. Es el camino más largo que tengo que recorrer. Del odio al amor. De la guerra a la paz. Pero muy dentro de mí. Nada es comparable con esa victoria.

La victoria que logro sobre mi propio corazón logra la paz en mi mundo. Mi renuncia lo cambia todo. Cedo y el amor se hace hondo. Y dejo mi lugar al que antes odiaba. Al que antes detestaba queriendo su muerte. Me sorprende que sea posible ese camino tan difícil. Pero es el que más deseo.

Dice la Biblia: Manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús.

Quiero los sentimientos de Cristo. Se trata de eso. Quiero educar mi corazón para tener los sentimientos de Jesús. Un corazón manso, humilde, comprensivo, misericordioso. Que busca el interés de los demás antes que el propio. ¡Qué lejos estoy de vencer sobre mi propio corazón!

[1] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963

[2] J. Kentenich. Las Fuentes de la Alegria

[3] J. Kentenich, Envía tu Espíritu

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