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¿Por qué a veces no puedo evitar odiar?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 02/10/17

¿Me doy cuenta de cómo me alejo de los demás para poder despreciarlos y no tener que amarlos?

No tengo muy claro cómo hacer para construir la paz. Lo que sí tengo claro es que anhelo la paz. Y no quiero ni la guerra ni el odio, ni las barreras ni los muros. No quiero el insulto, tampoco el grito. Me duelen la amenaza y el desprecio. El rechazo a mi vida tal y como es. La ofensa imperdonable, las palabras dichas fuera de lugar. La ruptura, la separación.

Me da miedo convertirme en un intolerante con los que no piensan como yo. Rechazando al que no comulga con mis ideas. Y lo hago a veces. Y construyo muros. Pero sé que no quiero en mi vida lo que me hace daño.

Quiero la paz, la reconciliación y el entendimiento. Quiero el abrazo y la palmada en la espalda. El perdón y el grito de ánimo. Quiero la sonrisa y la palabra de reconocimiento. Quiero una mirada cómplice de un amigo. Un te quiero dicho con palabras, o con un simple gesto.

Me gusta recorrer el mismo camino con aquellos que no piensan como yo. Sin temer las palabras hirientes. O las bruscas despedidas. No lo sé. No sé cómo hacer para ser pacífico y pacificar mi mundo.

De repente me asalta como una ira por dentro. No está fuera de mí, viene de dentro. Es una fuerza interior que yo casi desconozco y me turba. No me veo reflejado en esa furia que no controlo. No soy yo. Pero me parezco. Es como una rabia desbocada que sube desde lo hondo. Sin poder contenerla.

Y digo lo que no pienso. O tal vez digo lo que a veces pienso casi sin saberlo. O pienso lo que me hace daño y no logro cambiar mis pensamientos. Y hiero. Sin querer o queriendo. Rompo la confianza, o el amor que era hondo.

Se desquebraja de golpe mi seguridad. Y me veo avanzando en la dirección que no deseo, casi huyendo de mí mismo. Amenazo al otro no queriendo perderlo. O soy violento contra el otro porque no piensa como yo pienso.

No sé querer bien. No logro retener mis pies. Tampoco acallar mis labios. No puedo sostener mis miradas para que no ofendan. No lo sé. Me reconozco a veces en esa forma de ser tan descontrolada. Y no me reconozco al mismo tiempo en esa furia inmadura.

Pero también soy yo. Es muy dentro de mí. En ese mar hondo en el que no hay contención para mi río desbocado. Quiero la paz pero siembro la guerra. Quiero unir mientras divido. Amar cuando estoy odiando. Digo tantas veces que deseo hacer el bien, dar amor. Pero no lo hago. Tengo odio.

Hoy escucho: Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió.

Me veo a veces siendo injusto y muriendo. Sembrando el mal y dejando de tener vida. Hablando mal de otros. Me vuelvo radical. Comento sus caídas. Ofendo a sabiendas. Hiero con mis gestos. Yo, que quiero ser justo, me aparto de la justicia.

Y dejo de tratar bien a mi hermano. Lo hiero. Lo difamo. Lo mato. Digo de él lo que detesto. Y no lo enaltezco con mis palabras. Estoy tan lejos de hacer lo que de verdad quiero. Hago el mal en lugar del bien que deseo.

¡Qué frágil mi vida que choca con el muro de mi orgullo! ¡Qué frágil mi voluntad que no detiene mis pasiones! Me confundo. Es así de sencillo.

No tolero que no piensen como yo pienso. Y me refugio en aquellos que piensan como yo. Y detesto al que no es de los míos. Levanto muros tan altos que casi se confunden con el cielo. Imposibles de traspasar. De un lado a otro no hay camino. Aborto todo diálogo posible. Porque dialogar me compromete. Y no quiero el compromiso. No quiero comprender la postura del otro. No quiero ceder ante sus pretensiones. Quiero cambiarlo.

Una mujer le decía a su marido: Gracias, porque desde que me conociste, nunca has querido cambiarme. Yo no soy así ni siquiera con los que amo. Quiero cambiarlos. Más aún quiero cambiar al que no quiero y no piensa como yo.

Desde lejos es más fácil hacerlo. Si me acerco me complico. Es más fácil no comprometerme con el otro. Cuando me acerco, el desconocido dejará de ser un lejano, dejará de ser una idea, tendrá rostro y alma. Y pasará de golpe a ser alguien próximo. Mi corazón puede que se ablande entonces. Y no podré despreciar con tanta fuerza al que es diferente. Porque está demasiado cerca.

Mientras esté lejos estoy seguro. Podré criticarlo con mucha paz. Enorgullecerme de mis insultos. Sentirme fuerte desde mi atalaya juzgando su vida equivocada. Si no le amo, seguirá siendo el otro, el enemigo, el contrario.

Entre él y yo habrá una distancia infinita. El otro será aquel al que puedo despreciar sin ningún problema. Formará parte del grupo de los que me odian. Donde no distingo. Todos piensan distinto a mí, a mi grupo.

Y el muro será infranqueable entre ellos y yo. Para que no me hagan daño. Para que nadie pase de un lado a otro. Rompo los puentes. Evito las palabras que impliquen comprensión, empatía, aceptación. Esas palabras que buscan sembrar paz y no guerra.

¡Qué cerca está la violencia de mí cuando caigo en el odio! ¡Qué paso más corto para agredir con furia al que no piensa como yo! ¡Qué bien entiendo al que agrede, al que insulta, al que ofende! Yo quiero la paz y no la guerra. Es cierto. Lo quiero. Y miro a Jesús sembrando paz con sus silencios. A veces me cuesta comprender su mutismo.

Decía Jean Vanier: Pedro no conocía a un Jesús vulnerable. Por eso cuando dice que no lo conoce tiene razón. Pensaba en un Jesús fuerte. Que iba a convertir a todos. Iba a traer la paz. El mundo cambiará porque Jesús actúa. Y lo que ve es un Jesús que no se defiende. Que está encadenado. Que es maltratado.

Me duele como a Pedro ese Jesús tan vulnerable, tan débil, tan frágil. Ese Jesús que acoge al pecador que está tan lejos de amarlo a Él. Ese pecador que no cambia de vida y se aleja por los caminos. Jesús lo abraza sin esperar nada a cambio. Se acerca. Ama. Jesús ama al diferente y no quiere que cambie de golpe sus ideas.

Sólo el amor puede cambiarme. Jesús dialoga, escucha, atiende. Yo no amo al que es distinto. Ni al que me juzga y critica. Ni al que se aleja de mí porque no pienso como él. No lo amo. Siento rechazo. Siento que su diferencia es una amenaza para mí, para mi posición de poder, para mi paz interior, para mi seguridad.

¡Qué pobre es mi corazón que no sabe amar como Jesús ama! La amenaza me inquieta. Quiero la paz, pero mi corazón no es pacífico. Reacciono de forma desproporcionada ante la ofensa. Grito casi sin motivo cuando me contradicen. Me altero cuando me tocan ciertos temas en los que no soy neutro.

Y digo mi opinión con furia, la arrojo como una piedra sobre el que no piensa como yo. Y me alejo del que no acepta lo que yo pienso descalificando su vida. Sólo porque piensa distinto y no he logrado convencerlo con mis argumentos. Lo bloqueo de mi vida, para que no me moleste más.

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