Una reflexión medieval profundamente inspirada en los 5 septenarios del tesoro de la Iglesia
Hugo de San Víctor, famoso maestro medieval, nos dejó unos espléndidos comentarios y sermones, además de su célebre obra Didascalion. Uno de sus varios opúsculos trata de los cinco septenarios que hay en el tesoro de la Iglesia:
1 – Las siete peticiones del Padrenuestro
2 – Los siete pecados capitales
3 – Los siete dones del Espíritu Santo
4 – Las siete virtudes
5 – Las siete bienaventuranzas
Poéticamente – porque este excelente autor medieval siempre habla con poesía -, él nos explica que los siete pecados capitales son comparables a los siete ríos de Babilonia, que esparcen todo el mal, gota a gota, por toda la tierra, ya que de ellos fluyen todos los pecados. Por eso, recuerda, la Escritura nos dice:
“A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos, acordándonos de Sión” (Sal 137,1).
Hugo de San Victor pone los pecados capitales en cierto orden lógico, con el objetivo de relacionarlos con las siete peticiones del Padrenuestro. Él ordena así los pecados capitales: soberbia, envidia, ira, pereza o tristeza, avaricia, gula y lujuria.
1 – Soberbia versus “Santificado sea tu nombre” y el don del Temor de Dios
El primer pecado capital, causa primera de todos nuestros males espirituales, es la soberbia. Por ese pecado nos atribuimos a nosotros mismos, a nuestro propio ser, la causa del bien existente en nosotros.
Por la soberbia dejamos de reconocer a Dios como Fuente de todo bien. Al hacer esto, el hombre deja de amar el bien en sí mismo para amar el bien sólo mientras exista en él mismo, porque existe en él. De esta forma, el hombre rompe su unión con la Fuente del bien.
Al condenar la maldad del orgullo, el maestro exclama:
“¡Oh peste de orgullo¡, ¿qué haces ahí? ¿Por qué persuadir al arroyo a separarse de su fuente? ¿Por qué persuadir al rayo de luz a romper su relación con el Sol? ¿Por qué, sino para que el arroyo, cesando de ser alimentado por la fuente, seque, y el rayo de luz, cortada su unión con el Sol, se convierta en tinieblas? ¿Por qué, sino para que así ambos, en el mismo instante en que cesan de recibir lo que aún no tienen, pierdan inmediatamente lo que ya tienen?”
Y así es que el hombre soberbio, enarbolándose como causa del bien que Dios le dio graciosamente, se atribuye una honra que sólo cabe a su Creador.
El soberbio roba la gloria de Dios y, al hacer eso, desencadena sobre sí todos los males. La soberbia, por lo tanto, nos despoja del propio Dios.
Por eso, la primera petición del Padrenuestro suplica que Dios nos conceda la gracia de reconocerlo siempre como la fuente de todo el bien: “Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre”.
Es decir: que Dios sea glorificado como causa de todo bien existente en nosotros y en todas sus criaturas.
El arroyo debe ser agradecido con la fuente que lo alimenta. El rayo de luz debe reconocer al Sol como causa de su brillo. Sólo así continuará fluyendo e iluminando.
En la primera petición de la oración que nos fue enseñada por la propia Sabiduría encarnada, rogamos que Dios nos conceda la comprensión y el reconocimiento de su excelencia y trascendencia, y que así, por medio del don del Temor de Dios Altísimo, seamos humildes y curemos la enfermedad de nuestro orgullo.
El orgullo es en nosotros una enfermedad grave que genera siempre otros males y enfermedades. Él nos hacer amar el bien que Dios nos concedió como si fuera nuestro, producido, en nosotros, por nosotros mismos. Es el orgullo que hace que el arroyo se juzgue fuente y el rayo de luz se juzgue sol.
2 – Envidia versus “Venga a nosotros tu Reino” y el don de la Piedad
Cuando el hombre se deja dominar por la soberbia, empieza a amar el bien que recibió no porque está bien, sino sólo porque es suyo. Y, cuando ve el mismo bien existiendo en otro hombre, no lo ama como bien, sino que lo odia porque está en otro.
Él querría que ese bien no existiera en el otro, porque considera que ese bien sólo debería existir en él mismo, fuente falsa del bien. Al ver el bien, que consideraba suyo, en otro hombre, el orgulloso se queda triste y amargado.
Esa tristeza amarga se llama envidia, y es la segunda enfermedad que acomete al hombre, el segundo pecado capital.
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