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¿Estoy siendo egoista por querer un 5º bebé?

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Cerith Gardiner - publicado el 25/09/17

Después de cuatro hijos maravillosos, pensaba que tenía bastante, pero entonces…

Tengo unas cuantas cosas en común con el chef británico Jamie Oliver. Compartimos la misma nacionalidad, la pasión por la comida —a él le encanta cocinar y a mí me encanta comer— y ambos tenemos cuatro hijos. Así que, el año pasado, cuando se corrió la noticia de que Oliver y su esposa esperaban un quinto bebé, una preguntita me surgió en la cabeza: ¿y si tuviera uno más?

Y así, mi lista mental de pros y contras se puso en marcha y en unos 10 segundos enteros descarté la idea, de pleno. Para empezar, me estoy haciendo mayor (un poco… bueno, ¡42 años en realidad es ser muy joven!), y podría ser muy arriesgado desde el punto de vista médico. Tampoco creo que mi cuerpo pudiera resistir poner esos kilos de más — todavía intento recuperarme del embarazo de hace ocho años—, pero lo que de verdad resaltó en mi mente fue ese viejo dicho “da gracias por las bendiciones que ya tienes”. Y yo tengo cuatro bendiciones muy concretas que nunca quiero dar por sentadas.

Mi mayor, un muchacho encantador de 17 años, es sorprendentemente fácil de llevar (sobre todo cuando le dejo dormir toda la mañana del sábado) y mi pequeño, un terror de 8 años, es un auténtico niño de mamá, algo que intento no fomentar, pero es mi bebé y, la verdad, ¿quién puede resistirse cuando le piden un abrazo? Son mi pequeña pandilla, la que me mantiene ocupada, exhausta, estresada, divertida y querida. Me encanta ser madre y siempre he estado muy agradecida porque todo sucediera tan fácilmente. Sé la suerte que tengo, una suerte excepcional. Pero lo extraño es que todavía siento ese anhelo de sostener otro pequeñín en mis brazos.

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Este sentimiento se intensificó cuando vi a mi sobrinito por primera vez. Tuve fugaces punzadas de tristeza al pensar que nunca volveré a sentir las pataditas de un bebé en mi interior. Nunca volveré a pasar por aquellos dolores del parto acompañados de la delicia de sostener a un diminuto ser al que juras proteger toda tu vida. Sé que estoy siendo ridícula y codiciosa. Cuatro hijos es algo increíble. Es un éxito en sí traer a estos pequeños bebés al mundo y que todos permanezcan sanos y cuerdos. Pero hay algo tan adorable en la fragilidad de un recién nacido y en ese olor penetrante a bebé, que podría embotellarse y venderse en Sephora. ¡Lo quiero vivir otra vez!

¿O quizás no? Me pregunto por qué tengo estos anhelos. Como tía de 16 sobrinos de todas las edades, con más en camino, no es que me falten los bebés en mi vida. La doctora Sarah Brewer, una destacada médico escritora y autora de varios libros, incluyendo I Want To Have A Baby? [¿Quiero tener un bebé?], se refirió a estas ganas de tener hijos o instinto maternal como “una compleja interacción hormonal entre las partes del cerebro de la mujer”. Y añade: “El impulso para procrear y reproducirse es instintivo. Ese instinto es el que ha hecho que la raza humana siga adelante”. Pero yo no creo que se trate de eso. Yo ya he cumplido con mi cupo de contribuir a la conservación de la raza humana.

Brewer también sugiere que podría estar experimentando estas oleadas de instinto maternal porque “las mujeres pueden sentirse solas y necesitan sentirse amadas. Quizás es para mantener unida una relación o para competir con un amiga o una hermana”. De nuevo, no es mi caso. ¿Quizás es una cuestión de ritmos o coincidencias temporales? Por lo general tengo estas ansias maternales cuando se acerca el final del año escolar y empiezo a pensar en los próximos pasos de mis hijos y en cómo cada paso los alejará un poco más de mí. Esto me provoca sentimientos enfrentados: entusiasmo por lo que llegarán a ser e inquietud sobre qué llegaré a ser yo. ¿Es una advertencia de futuro nido vacío? No lo creo. Sinceramente, espero con ganas la libertad de no tener que cocinar comida sana para mis hijos tres veces al día y poder vivir a base de cereales. También espero con impaciencia poder planificar unas vacaciones sin consultar primero el calendario escolar y no tener que contemplar desde la fría intemperie esos partidos de fútbol interminables al final de la temporada.

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Shutterstock-YanLev

Así que quizás podría culpar a mi madre. Ella dio a luz a nueve hijos y nos crió con aparente comodidad (aunque nunca fuimos testigos de cómo debió haberse sentido durante los momentos más caóticos y agotadores) e incluso parecía ir mejorando con el tiempo. Mis hermanos y yo todavía estamos tremendamente unidos, siempre lo hemos estado. Son mis mejores amigos, mis mayores críticos, me quieren incondicionalmente —incluso cuando me olvido de los cumpleaños de sus hijos— y son mis más leales apoyos. ¡Es difícil no querer replicar eso! Quiero que mis propios hijos conozcan la sensación de seguridad al pertenecer a una gran familia; siempre hay alguien para ti, siempre. Otras personas pueden experimentar esta misma sensación con la familia ampliada o una sólida comunidad parroquial. Pertenecer a una comunidad nos hace sentir bien y nos ofrece fortaleza y confianza para superar los diferentes escollos de la vida.

En realidad, esta es mi explicación más lógica para mis deseos de bebés; asegurarme de que construyo un pequeño ejército dispuesto a defender a mi prole a lo largo de la vida. Como madres, por naturaleza tendemos a proteger y luchar por las causas de nuestros hijos diariamente, desde animarles a comer sano a charlar continuamente con profesores sobre la mejor manera de motivar a nuestros hijos para que aprendan las tablas de multiplicar. La fuerza numérica es la protección definitiva, así que quizás es eso lo que mete la quinta marcha en mi instinto maternal… ¡y mi deseo de sobreproducir!

Independientemente del motivo, lo único que sé con seguridad es que siempre que vea un delicado bebé envuelto en su manta, sentiré ese deseo de cogerlo en brazos y acariciar sus manitas. Así que, si mi hombre en miniatura de 17 años es un hijo lo bastante decente, encontrará a la chica perfecta (que obviamente será como su madre) y no esperará a los 40 para tener su primer hijo o sus primeros mellizos. Eso sí que sería genial, ¡sobre todo porque podría devolvérselos cuando empiecen a llorar!

Este artículo de Cerith Gardiner ha sido originalmente publicado en la edición inglesa de Aleteia

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