Homenaje al incomprendido Warhol del cine El profesor Quincy Adams Wagstaff, Rufus T. Firefly, Otis P. Driftwood, el doctor Hugo Z. Hackenbush o J. Cheever Loophole son algunos de los personajes de nombre imposible que interpretó Groucho Marx en el cine. Ya nadie usa nombres así a no ser que se llame Thomas Pynchon y escriba novelas, tampoco quedan cómicos como él a no ser Woody Allen, aunque hoy ya sólo sea una sombra del parlanchín de sus inicios.
Groucho creó una máscara no para ocultarse sino para autentificarse ante los demás, quizás porque -como Friedrich Nietzsche- sabía que todo lo profundo la necesita. Le bastaron unas cejas y un bigote pintados, un puro, los andares de un coronel que ha perdido el paso, la apariencia de alguien que se auto invita a todas las fiestas, y los reflejos de un superhéroe en el arte de la esgrima verbal. Con eso se fabricó a sí mismo, más allá del bien y del mal, sin pelos en la lengua ni muchos disimulos para ocultar sus picardías ante Margaret Dumont, una de sus musas en la pantalla, o para destruir de una vez por todas cuanto se le pusiese por delante.
Groucho se llamaba Julius Henry, pero en una partida de póquer un jugador lo bautizó de nuevo, a modo de consolación después de desplumarlo junto a sus hermanos, a quienes también les proporcionó el nombre artístico por el que los conocemos: Chico y Harpo (porque Zeppo no duró mucho a su lado). A los tres los inmortalizó el cine primero y el arte después, cuando Andy Warhol los retrató en su serie de Genios judíos, al lado de Albert Einstein o Franz Kafka.
El dato no revestiría mayor interés si no fuese porque ambos, Warhol y Groucho, pueden considerarse artistas conceptuales, más interesados en destruir y cuestionar la noción de pintura y cine que en prolongar su historia. Los dos, más allá de sus cuadros y películas, fueron sus mejores creaciones: envoltorios que reducían el contenido a cenizas y la superficie a creación serial donde se repite una y otra vez la misma interpretación con la misteriosa capacidad de hacer que siempre parezca distinta.
Groucho dejaba, en Una noche en la ópera (1935) o Un día en las carreras (1937), que sus hermanos tocarán el piano y el harpa mientras él dinamitaba sus melodías con bailes poco o nada ensayados, pese a sus extraordinarias dotes. También los dejaba que galantearan y que se hicieran los chistosos, porque en el fondo era el rey de la función y lo sabía. En su club de fans ni siquiera había sitio para él. Iba sobrado de talento hasta para escribir geniales artículos para The New Yorker o libros que le valieron la admiración de T. S. Eliot, con quien mantuvo una correspondencia de la que sólo tenía una queja: que el poeta llamase a su mujer Mrs. Groucho.
No le había hecho falta ir a la universidad, le sobraban sus lecturas y su talento natural; además odiaba el cuello estirado de los académicos y la saliva de los intelectuales al descifrar el enigma del mundo con sus versadas opiniones. Como Warhol, prefería empaquetarse a sí mismo antes que dejarse empaquetar por alguna cadena de montaje.
Si queremos seguir la teoría de los seis grados de separación, entre Karl y Groucho Marx no nos resultaría muy difícil encontrar cinco eslabones que los separan pero que al mismo tiempo los unen: ambos eran de origen judío, hijos de familias alemanas o radicadas en Alemania, se dedicaron ocasionalmente al periodismo, odiaban a las élites, y murieron por causas muy parecidas (pleuresía y neumonía, que casi son enfermedades sinónimas). Cuando a Groucho le preguntaron si tenía algún parentesco con Marx, dijo que no sabía nada de él y que sus apellidos eran diferentes porque el suyo era Marxista.
Uno y otro previeron el grado de absurdo de la vida moderna: Karl lo intuyó en la expansión de la economía como un virus que en adelante iba a codificar las relaciones entre los seres humanos, haciendo que todo orbitase en torno al dinero; y Groucho lo intuyó en la codificación que fue sufriendo el cine al llegar a su etapa sonora, en la que intentó rebelarse con una de las grandes obras maestras de la comedia: Sopa de ganso (Duck Soup, 1933, Leo McCarey), en la que él y sus hermanos se declaraban en estado de guerra total contra todo.
Por supuesto, perdieron. La película fue un fracaso y en adelante tuvieron que conformarse con ser geniales sólo a ratos durante el resto de sus carreras, recordándonos que el humor a veces es un arte fragmentario y fugaz cuyos efectos son parecidos a los de los huracanes.