En el colegio pasarán entre seis y ocho horas diarias, y al llegar a casa harán los deberes, cada uno según su edad. Además, un par de días a la semana aprovecharán algunas tardes y recreos a la hora de comer para que Pepe vaya a música, a piano y a catequesis; Irene, a taekwondo, danza y natación; Guille, a natación, teatro e inglés; Mateo, a fútbol, pintura y baloncesto; y Luisa a judo, danza y natación. Hasta aquí, todo normal… ¿o tal vez no tanto?
Porque cada vez más niños como ellos incorporan no una, sino dos o tres actividades extraescolares a su día a día antes de enfrentarse a una ristra de deberes que puede rondar las tres horas. Además, manejan con frecuencia la tablet, el móvil o el ordenador para que, mientras los adultos descansan o se ocupan del hogar, los pequeños se entrenen en la multitarea digital con coloridos videojuegos de pretendida estimulación temprana. Y todo, en un contexto social de imágenes vertiginosas y demasiado explícitas, escaso contacto con la naturaleza, sonidos estridentes y consumismo.
El resultado, según los expertos, es un creciente número de niños y adolescentes impulsivos, con problemas de concentración y rendimiento, aislados de su entorno y de la naturaleza estresados e incapaces de disfrutar sosegadamente en familia.
Actividades exóticas
Carlos Fernández, profesor con 20 años de experiencia docente y gerente de AEM, una empresa que gestiona actividades extraescolares en Madrid y Castilla La Mancha, lo confirma sin un atisbo de duda: “En los últimos años, la demanda de actividades extraescolares no solo ha cambiado, también ha aumentado. Ya no sirven los cuatro deportes básicos, un par de idiomas y algunas artes. Ahora, padres y centros piden robótica, ciencia, violín, magia o idiomas que tengan exámenes con certificación oficial. Esas actividades no son malas en sí; pero cada vez más familias piensan que cuantas más actividades tengan sus hijos, mejor, y al final los niños no tienen tiempo para ser niños”.
Niños, esponjas y ruido
¿Cuál es la raíz del problema? Como casi siempre, la respuesta está en la suma de diferentes factores. Catherine L’Ecuyer, autora entre otras obras del best sellerEducar en el Asombro (Plataforma Editorial), que lleva 17 ediciones desde su publicación en 2013, explica para Misión que “está extendida la falsa creencia de que un niño debe ir a clases cuanto antes para ser más inteligente. Eso nos viene del paradigma de la estimulación temprana, que nutre una serie de falsas creencias como, por ejemplo, que ‘el niño es una esponja’, que ‘se aprende todo de cero a tres años’, que ‘más y antes es mejor’, y que ‘si no lo aprende ahora, habrá perdido la oportunidad”. Sin embargo, “el mito de los tres primeros años y el mito de la necesidad de un entorno enriquecido están reconocidos como interpretaciones equivocadas de la literatura neurocientífica a la educación”, apunta.
Y señala un matiz esencial: “En el saco de la sobreestimulación no solo caben la sobrecarga de actividades extraescolares o de deberes, sino también el consumismo exagerado, el ruido tecnológico (que puede ser silencioso a los oídos) o el ritmo frenético de los padres”.
Es decir, que lo que ha engendrado una generación de hiperniños no son solo las agendas repletas de actividades, sino un contexto social, y también familiar, caracterizado en demasiadas ocasiones por “la saturación de bienes materiales, caprichos, actividades extraescolares, falta de sueño, estímulos que consisten en adelantar etapas que no tocan, intensidad exagerada del sonido o del ritmo de la televisión, y pedir al niño que realice varias actividades a la vez”, como afirma la propia L’Ecuyer en Educar en el asombro.
Males de un mal sistema
Según afirma para Misión la pedagoga sueca Inger Enkvist, experta en análisis de sistemas educativos europeos, también las carencias de nuestra enseñanza enredan en este barrizal. “La hiperestimulación –asegura– es muchas veces la respuesta de los padres ante la sospecha de que la escuela no desarrolla todas las capacidades del niño, y sobre todo, las de los más adelantados. Así, los padres deciden enriquecer al niño, pero corren el riesgo de estresarlo”.
Para Enkvist, “hay una tentación en la escuela de querer mostrarse moderna ofreciendo actividades extracurriculares, cuando lo más importante es ofrecer profesores inteligentes y bien formados que expliquen de forma interesante lo que el niño debe aprender”. De ahí que muchas actividades extraescolares se impartan en los recreos del comedor, de forma que los centros puedan presentarlas como un plus en su oferta académica, y las familias encuentren en ellas una forma de tener al niño controlado en esas horas en las que los críos deambulan por los patios bajo la única supervisión de un grupo reducido de cuidadores que, a menudo, ni siquiera son personal docente.
Padres ansiosos
Carlos Fernández constata que tras esa sobreestimulación de niños y adolescentes hay también buenas intenciones mal orientadas. “Gracias a internet, las familias tenemos cada vez más información y queremos dar a los hijos todos los recursos posibles. El problema es querer todas esas cosas estupendas a la vez y agotar al niño”.
El experto en neurociencia Álvaro Bilbao, autor de El cerebro del niño explicado a los padres (Plataforma Editorial, 2015) y director de un curso online sobre neuroeducación por el que han pasado más de 1.300 personas (y colaborador de Aleteia), afirma para Misión que cada vez más padres sienten remordimientos por pensar que están desaprovechando el potencial de sus hijos si no se suben al carro de la hiperestimulación: “Muchos padres experimentan presión por esto, aunque está demostrado que la sobreestimulación no contribuye a un mejor desarrollo cerebral, e incluso hay estudios que indican que ese exceso de estimulación hace que los niños rechacen el estudio y el entorno escolar, sobre todo si se inicia antes de los seis años”.
Consumismo del talento
Nora Rodríguez, pedagoga y pionera en la llamada educación para la felicidad, denuncia en su reciente obra Neuroeducación para padres (Ediciones B, 2016) que hay un cierto consumismo del talento que lleva a padres y centros a lucir las capacidades de los menores como adquisiciones de los adultos. “Nuestra sociedad –señala– tiene un profundo problema con los talentos. Son cuidados más como un producto de márketing de la familia o del niño que para ayudar a que los hijos sean felices disfrutando y trabajando para lograr un progreso en esas capacidades”. Y llega a afirmar que “se habla de los talentos como de algo que está dentro y hay que sacar”, pero una vez salen a la luz, “no se dedica el mismo tiempo para mantener esa pasión”.
Aunque en esta amalgama de razones que encadena a los niños a un sinfín de actividades y ruido ambiental, tal vez el factor que más peso tenga sea la falta de tiempo de los padres.