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Una bebé y una monja: las víctimas más recientes del paludismo en Venezuela

MALARIA

MartinezCodina Photo-CC

Carlos Zapata - Aleteia Venezuela - publicado el 28/08/17

La malaria sigue causando estragos en la Venezuela de Maduro, en medio de un estruendoso silencio que clama al cielo en busca de ayuda para detener las muertes

Una menor de un año y una mujer de setenta. Ambas indígenas. La primera ya está en el cielo, la segunda logró sobrevivir. Afectadas por un mismo drama: el paludismo, que cobra vidas “a paso de vencedores” en la nación sudamericana.

Los signos de la revolución siguen pasando factura también en comunidades de aborígenes, hoy más abandonadas que nunca. Tanto en zonas autóctonas, como en aquellas donde el vector del paludismo resucitó tras mucho tiempo de total ausencia incluso en las zonas selváticas de Venezuela.

No hay cifras oficiales, pero la lista de muertos sigue sin detenerse. No hay tratamientos; y los que hay se comercian, principalmente en Colombia, donde encuentran un jugoso mercado hace más de tres años.

En una cajita de madera enterraron a Esther. No alcanzó a celebrar su primer año. Cuando estaba por cumplir 11 meses de vida le dieron los síntomas de la enfermedad. Le hicieron la prueba de la “gota gruesa” y dio positivo. Pocos días después murió por falta de medicamentos.

Pero el problema es mucho más complejo, pues desde que se instaló la revolución de Hugo Chávez en el país, los programas de control han ido desapareciendo. Lo constata la segunda víctima: una monja laurita que durante medio siglo ha brindado ayuda en zonas de misión.

Su congregación, de origen colombiana, tiene más de treinta años de presencia activa en el corazón de Amazonas y otras regiones indígenas del oriente venezolano, donde salvan vidas y almas.

Para llegar hasta el lugar se requiere tomar vuelo en avioneta durante dos horas o navegar en canoa por espacio de cinco. Sólo de esa forma se puede acceder a la comunidad, donde las religiosas realizan insustituible labor educativa y de auxilios: tanto religiosos como sanitarios.

Se formaron durante décadas con médicos, sociólogos, antropólogos y especialistas en hepatitis y paludismo. Saben tomar las muestras y aplicar los tratamientos, pero no solían terminar infectadas, ni mucho menos muertas.

Hoy prácticamente huyen de las regiones desoladas por la malaria, una enfermedad que se creía superada. No los abandonan, pues en los sitios hay médicos suficientes y también servicios de educación.

En septiembre se reunirán para decidir su futuro en Venezuela, cuyo drástico cambio de gobierno amenaza su permanencia en la nación tras lustros de desinteresada cooperación. En el país echaron raíces y fundaron bases sólidas, que hoy temen verles partir.

Las regiones son autónomas. Pero a diferencia de hace cinco años, ya no hay mecanismos de prevención y control de vectores que contagian el paludismo. Además, los programas en los que solían colaborar con el Estado venezolano fueron prácticamente desechados, constata la religiosa.

Ahora la historia es distinta, indica conmovida por una situación en la cual no se ahorra adjetivos: “Esto es dramático. La gente se nos muere y no podemos hacer mayor cosa. El paludismo es mortal y las autoridades no parecen entenderlo. O más triste aún: no les importa”.

A la escasez de alimentos se suma la de medicina, “junto a la indolencia de un gobierno, el cual eliminó por completo los controles”. Antes “había visitadores que hacían los chequeos y llevaban las pastillas, pero ya no hay eso”.

Actualmente hay ambulatorios y puntos de malariología y expertos en saneamiento ambiental, responsables del control epidemiológico en zonas endémicas. Sin embargo, “poco se puede hacer sin medicinas. Y ya no tienen ni siquiera antibióticos”.

Es la cuarta vez que su diagnóstico confirma infección por paludismo. Una en 2016 y dos en 2017. La primera vez, “hace casi 30 años” estaba interna en la selva venezolana, “pero entonces había políticas públicas, controles y acciones preventivas”.

En esta ocasión fue trasladada de urgencia a zonas rurales, porque “la gente no se moría como ahora y se aplicaban los tratamientos”.

Su congregación: las Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena movieron cielo y tierra para hacerla ver por especialistas colombianos. Y de esas tierras, donde la casa de las lauritas tiene su sede principal, apelaron a la solidaridad para ubicar el tratamiento.

Debido a la mala praxis médica, alentada por una corrupción sin precedentes, el parásito desarrolló en su organismo una suerte de resistencia. Pero con ayuda de sus hermanas, sor Fanny logró obtener las famosas “pastillas blancas”.

Cuentan con el apoyo de la Iglesia, a través de Caritas, la cual mantiene despliegue en todo el país; así como con otros grupos de misión, muchos de los cuales también se han visto directamente afectados por el paludismo.

No obstante, la religiosa confía plenamente en Dios y abriga la esperanza de que pronto llegará mucho más que ayuda divina para detener las muertes y el dolor en Venezuela. Recuerda que la Virgen María es mujer, además de madre. Y “una madre nunca abandona a sus hijos”.

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