40 años de “Annie Hall”

Mejor película, mejor director, mejor actriz principal, mejor guión original… son los premios de la Academia de Hollywood que obtuvo esta película en 1978. Woody Allen fue nominado como mejor actor principal pero ganó Richard Dreyfuss por La chica del adiós (The goodbye girl, Herbert Ross, 1978) … y curiosamente ese año como mejor película también estaba nominada una tal La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977). Fueron los primeros reconocimientos a un título que ha sido considerado desde entonces como una pieza fundamental del cine y la comedia.

Declarada como el guión más divertido de la historia, la mejor comedia romántica y la mejor obra de su director, han pasado 40 años desde su estreno y continúa permaneciendo vigente como acreedora de esos y otros piropos reconocidos de manera casi unánime.

Bajo una apariencia de comedia romántica Woody Allen diseccionaba de manera semiautobiográfica (algo habitual en él) su propia persona, sus propias relaciones, su propia vida, hasta el punto de que se da por supuesto que la trama supone una transposición de la relación (y la ruptura posterior) sentimental con Diane Keaton, interpretando ambos a sus propios trasuntos. Una ruptura sentimental, por cierto, que no impediría que en las décadas posteriores continuasen colaborando en la gran pantalla.

Annie Hall nos permite asistir al origen, desarrollo y desenlace de una relación amistosa y sentimental entre dos personajes esencialmente neuróticos, Alvy Singer (Allen) y quien da título con su nombre a la película (Keaton).

Los diálogos ingeniosos, las réplicas mordaces, las reflexiones constantes sobre la vida, el amor, la muerte, la amistad… diálogos constantes en una película que no aburre ni por un instante y que incluso tras varios visionados continúa divirtiendo y haciendo reflexionar.

La visión pesimista de Allen sobre todo en esta vida (sólo concibe dos opciones: lo horrible y lo miserable) edifican el personaje legendario (de leyenda urbana, claro) del urbanita neurótico, angustiado y psicoanalizado, incapaz de obtener felicidad ni aunque nadara en medio de ella.

Su innegable vis cómica va más allá del diálogo y demuestra una fisicidad que ya para siempre será inconfundiblemente suya. Su torpeza adorable eclosiona en momentos como la célebre secuencia de la preparación de una langosta (viva, claro) o su pánico aracnofóbico ante toda criatura que tenga más de dos patas y no viva en un apartamento en Manhattan.

Pero por encima de todo Annie Hall supone un auténtico ejercicio de sana y valiente impudicia psicológica: es la primera vez que alguien desnuda ante la cámara sus complejos, sus traumas, sus miedos, sus problemas sexuales o de relaciones afectivas o sociales.Woody Allen consiguió con esta película que no hubiese que ocultar que se visitaba al psicólogo.

Y no fue la única innovación revolucionaria en lo cinematográficamente narrativo y posteriormente múltiples veces imitada por otros: hay momentos en que los actores rompen la “cuarta pared” y hablan al espectador mirándole a los ojos, leemos en subtítulos lo que están pensando realmente los personajes (y que no tiene nada que ver con las frases que están pronunciando) o ver en pantalla partida las diferentes respuestas de la pareja ante la misma pregunta.

Por no hablar de la inserción con total naturalidad como personajes en la trama del escritor Truman Capote o el filósofo y teórico de la comunicación Marshall McLuhan.

Pero por encima de todo, Annie Hall es una fascinante declaración de amor de Woody Allen a Diane Keaton que ha permitido a generaciones de espectadores disfrutar aunque haya sido a costa de las obsesiones de su creador, que gracias a su inefable vis cómica ha conseguido desdramatizar temas tan angustiosos como la muerte, la enfermedad o el desamor.