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Unido a Cristo: dramática confesión de un ex drogadicto

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Aleteia Inglés - publicado el 22/07/17

Esta historia personal y apasionante nos recuerda que “la fe no es una idea, sino un encuentro”

“He sido todas las cosas impías. Si Dios puede obrar a través de mí, puede obrar a través de cualquiera” – atribuido a san Francisco de Asís.

Mi vida hasta ahora quizás haya sido un desperdicio, incluso algo repugnante, para muchas personas, pero ahora sé que ha sido redimida y que está en proceso de redención. Si Dios quiere, todavía honraré a Cristo, aunque he sido todas las cosas impías.

Me crió un padre laborioso y cariñoso y una madre vivaracha en un calmado barrio a las afueras de Queensland, Australia, en una propiedad exuberante de cuatro acres.

Desde la tierna edad de tres años, me apunté a unas clases de baile que eran el mejor momento de mis días, primero con jazz y luego progresivamente con claqué con mi madre. Toda mi vida me ha resultado difícil permanecer comprometido con nada, excepto con el baile.

Por desgracia, este amor por la danza contribuyó a mi ostracismo en la escuela. Los otros muchachos eran los típicos atletas que disfrutaban del deporte y de los juegos de lucha. Nunca los entendí y me etiquetaban de ‘gay’ por ser bailarín.

Debido al acoso durante la escuela y a nunca encontrar un verdadero amigo, sufría baja autoestima y tenía problemas para concentrarme en clase. Las cosas empeoraron cuando mi familia se vio obligada a mudarse a un barrio menos periférico, donde abusaba de mí un amigo de la familia siendo yo adolescente, y una persona que vivía junto a la escuela de baile me introdujo en el mundo de las drogas.

Nadie en mi familia sabía del daño que las drogas duras podían causar, y yo las acepté con el hambre hacia lo que aparentaba ser una amistad con la persona que me las suministraba. Según ha concluido a partir de un estudio sociológico el profesor Peter Cohen, director del Center for Drug Research en Ámsterdam, las drogas son una sustitución para las conexiones humanas.

“…Si no podemos conectar con las personas, conectaremos con cualquier cosa que encontremos, el zumbido de una ruleta o el pinchazo de una jeringuilla. Afirma que deberíamos dejar de hablar sobre “adicción” en general para empezar a llamarlo “apego”. Un adicto a la heroína se ha adherido a ella porque no ha podido vincularse con otra cosa hasta ese punto”.

– Johann Hari, “Se ha descubierto lo que probablemente causa la adicción, y no es lo que tú crees”, El Huffington Post, 31 de enero de 2015

Así, con 19 años, empecé mi relación con el speed y más tarde pasé al cristal. Mi dependencia con las metanfetaminas empezó de forma inocua, me producía unos chutes que me permitían crear dibujos exquisitos, que expresaban mi yo interior rechazado por mis compañeros de escuela. Luego sentí ansias de más y más drogas, y así se tragaron mi vida.

Mis padres pasaron por un infierno. A veces pasaba sin las drogas hasta seis meses, así que me convencía la ilusión de que yo tenía el control, pero no, hacía mucho que había cedido el control a las drogas. Una vez, después de llevar despierto casi cuatro días inyectándome cristal, fui a casa en coche (solo Dios sabe cómo llegué sin salirme de la carretera) y me preparé un bol de cereales antes de tumbarme en el sofá.

Lo próximo que recuerdo es que estaba de pie, activo, y después de mirar la hora entré en pánico porque se suponía que tenía que reunirme con una amiga. Conduje hasta su casa y, después de unas cuantas llamadas telefónicas frenéticas, conseguí contactar con ella.

Ella también había estado consumiendo y ninguno de los dos podíamos recordar lo que habíamos estado haciendo durante un periodo entero de dos horas. Me pasé la mano por el pelo y encontré un cereal pegado. Me pregunto cómo estará el salón, pensé.

Cuando regresé a casa, mi madre estaba aterrada. Me había visto de pie en el salón contorsionando las manos y pronunciando palabras incoherentes durante cerca de dos horas antes de salir escopeteado de la casa. Su pequeño se había convertido en un monstruo.

La vida fue de mal en peor. Un conocido me enseñó a allanar casas y robar todo el cobre que pudiéramos encontrar para financiar nuestros hábitos drogadictos. Había suspendido en el instituto y no tenía ningún propósito en la vida, exceptuando el próximo chute que pudiera liberarme de esta miseria durante un rato.

Entonces le detectaron un cáncer a mi madre.

Me había criado en la Iglesia Unida [de Australia], pero nunca entendí ninguna de sus enseñanzas. Con el tiempo, me convertí en un ateo agnóstico arrogante, pero no tan arrogante como para negar la evidencia de un poder superior si se presentaba ante mí. Me sumergí en la subcultura gótica.

Después de tres años cuidando a mi madre en casa mientras mi padre seguía trabajando para mantenernos, creció en mí la certeza de que el final de su vida estaba cerca. Mi cumpleaños es el día de Santa Mónica (según he sabido ahora) y tuve la intensa sensación de que mi madre moriría exactamente un mes más tarde.

Mi madre pasó la última semana de su vida en cuidados paliativos en el hospital Queen Elizabeth II Jubilee en Brisbane. Estaba a punto de meterme en la ducha cuando papá me llamó para decirme que mamá había fallecido. Recibí la noticia con una calma total y volví a la ducha. Solo cuando el agua golpeó mi cuerpo sentí romperse mi corazón y proferí un primitivo grito de pérdida.

Este fue el primero de una serie de acontecimientos y señales que me guiaron a la conclusión de que debe existir un poder superior. Durante los primeros meses, me negué incluso a reconocer a este poder supremo como Dios, y en su lugar recurrí a términos New Age como “el universo” y “fuente de energía”.

Empecé a visitar varias iglesias y a leer la Biblia unos tres años y medio más tarde, después de dedicar el tiempo intermedio a incursiones en el tarot, los cristales, meditaciones con los chacras y un intento de entender a Dios desde una perspectiva matemática y científica. Nunca pude encontrar un hogar en ninguna de esas iglesias. Los servicios pentecostales me dejaban con un subidón emocional que luego disminuía rápidamente.

Entonces, el año pasado, después de permanecer limpio durante un tiempo, visité a un viejo conocido y de nuevo caí de cabeza en la trampa de la drogadicción.

Sin embargo, esto fue lo que terminó conduciéndome a la Iglesia católica, ya que había resuelto enmendar mi vida y me había alojado en un edificio que resultaba estar justo al lado de una encantadora iglesia antigua cerca del río Brisbane.

Aun con todo, no habría puesto un pie en una iglesia católica si mi compañero de piso no hubiera dicho: “¡Hay comida gratis al lado!”. La iglesia tiene un servicio de cafetería para personas sin techo dos veces a la semana. A través de su obra de misericordia corporal, realizaron en mí la mayor misericordia espiritual: me condujeron a mi hogar con mi Padre celestial, lejos de mi pasado pecaminoso.

Al principio, como protestante obstinado, evitaba dirigirme a los sacerdotes como “padre”. Pero pronto empecé a ver cómo los católicos vivían de verdad el Evangelio y, en mi primera misa, arrodillado ante la Sagrada Eucaristía, por fin encontré la paz de Cristo, la paz que el mundo no puede conceder.

No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna” (3,16).— Papa Benedicto XVI, Deus caritas est

Fui recibido en la Iglesia católica la pasada Vigilia Pascual y estoy empezando a entender sus gloriosos tesoros espirituales. Además, Dios me ha bendecido con una nueva y amorosa familia espiritual, en la parroquia, en Verbum Dei, y al concederme lo que creía imposible: un ser humano que me ama a pesar de mi pasado y que quiere compartir una vida conmigo, incluso ante la grave incertidumbre del futuro.

Después de todo, nuestra única certeza es Dios. Qué gracia tan sublime, que salvó a un desdichado como yo. Antes estaba perdido, pero ahora he sido hallado; estaba ciego, pero ahora puedo ver.

“Si volviese a encontrar a aquellos negreros que me raptaron y torturaron, me arrodillaría para besar sus manos porque, si no hubiese sucedido esto, ahora no sería cristiana y religiosa”– Santa Josefina Bakhita

Escrito por T. E. W. con Jean Elizabeth Seah

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