Quiero ser más de Dios para descansar en Él y así poder tomar mi vida con todo lo que me sucede sin perder por un momento la alegría
Quiero vivir la vida con paz y no sufrir tanto sin motivo. Hago planes y no resultan. Pongo mi esperanza en objetivos que no alcanzo. Me empeño en caminos que no me dan la felicidad. Me ato sin darme cuenta y me esclavizo.
Sé que muchos de mis sufrimientos son innecesarios o yo mismo me los invento. He puesto mi corazón en lo que no me hace bien. Y sufro de forma injustificada. Ese sufrimiento, lo sé, podría evitarlo. Podría dejar de sufrir si cambiara mi forma de mirar las cosas. Mi manera de entender la vida.
Hay sufrimientos que puedo evitar. En ocasiones sufro porque interpreto lo que los demás piensan y sienten. Creo que me critican cuando tal vez no lo hacen. Pienso que no me aceptan cuando no es verdad. O le doy demasiado peso a su rechazo. Espero más de los demás de lo que pueden darme. O pretendo que comprendan mis expectativas y no están justificadas.
No puedo exigirles lo que no pueden darme. Tengo que besar mi vida como es. Aceptar la realidad que vivo. Sin soñar con cambios imposibles. O pretender soluciones inviables. Necesito que mi corazón madure. Y mis afectos se ordenen.
Porque lo más difícil en la vida es educar mis sentimientos. Van de un lado para otro e imponen su ley en mi alma. Como en una montaña rusa paso de la euforia al más negro pesimismo. Y todo ello sin razones suficientes. Quiero madurar para que sean más sanos mi amor y mi entrega. Eso es lo que deseo. Que todos los sufrimientos que padezca no sean por la inmadurez de mi corazón. Porque eso sí que no tiene sentido.
Cambio la mirada. Jesús viene a salvarme en la fuerza de su humildad. Eso me impresiona siempre. Viene a mí en un pollino, pobre, desvalido. Y yo sufro tantas veces porque quiero ganar, quiero ser fuerte, quiero imponerme a otros, quiero vencer en todas las batallas.
Alegrarme por la pobreza de mi rey no me parece suficiente motivo. Tal vez es que no acabo de cambiar mi mirada. Alegrarme en medio del dolor. Alegrarme aunque no resultan mis planes. Ser manso y humilde.
Jesús dice hoy algo muy humano: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón“. En todo el Evangelio es lo único que Jesús me pide que aprenda de Él. Él es Dios en la tierra y de Él puedo aprender tantas cosas. Pero hoy sólo me pide dos. Mansedumbre y humildad de corazón.
Jesús ama hasta el extremo. Acepta a todos sin mirar su procedencia. Mira siempre en el corazón del hombre. Es compasivo y misericordioso. Pero lo único que me pide es que sea manso y humilde. Eso me conmueve.
Admiro a las personas mansas y humildes. Pero luego yo no soy así. Jesús vino para mostrarme el camino más directo hacia Dios. Quiere que deje modelar mi corazón en el suyo, mi vida en la suya. Él también templó su alma en el amor al Padre. Fue hijo, confió en su Padre, lo llamó, le imploró, se entregó a Él. Se hizo pobre, se hizo humilde y manso.
Por eso me dice que aprenda de Él, que así encontraré el descanso para mi alma agobiada, exigida y cansada. Yo quiero ser manso y humilde de corazón. ¡Qué lejos estoy de ese ideal! Decía santa Teresa: “Considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes”.
Necesito que Él lo haga realidad en mí. La fuerza de su Espíritu. Quiero vivir según Él para asemejarme a Él. Dejar de lado mi orgullo y mi ira. Mi impaciencia. Mi incapacidad de aceptar a los que son diferentes. Mi intolerancia. Mi deseo de destacar y vencer siempre.
Es un don ser humilde y manso. Una gracia que le pido a Dios cada mañana. Quiero ser capaz de alegrarme cuando no sale todo bien y fracaso. Dejar de darme tanta importancia. O dejar de darle tanta importancia a las cosas que me pasan. Para eso necesito una cierta madurez en mi alma.
Leía el otro día: “Quien ama completamente se da entero. Pero alguien ha de poseerse para poder darse. Dominarse personalmente. La personalidad, el autoconocimiento y el autodominio, son tres consecuencias y al tiempo condiciones imprescindibles en el amor pleno, consecuente, fecundo y maduro”.
Poseerme para darme. Tener una cierta estabilidad en mi ánimo para no cambiar de un estado a otro sin apenas darme cuenta. Logro así que no me afecten tanto las cosas que me dicen y las cosas que me pasan.
Un fracaso no es el final de nada. Es la puerta que se me abre para una nueva oportunidad. Me hago más manso, más humilde. Una pérdida no es un vacío insuperable. Puedo caminar con la pérdida grabada en el alma. Sigo adelante. Una decepción puede hacerme más fuerte si la tomo en mis manos y le doy el valor justo que tiene.
Así es la vida que Dios me regala. Eso lo tengo claro. Quiero ser más de Dios para descansar en Él y así poder tomar mi vida con todo lo que me sucede sin perder por un momento la alegría. Esa mirada sobre la vida es la que envidio en muchos santos que conozco.
Decía el padre José Kentenich: “En la vida espiritual, progresar significa poner menos el acento en la propia satisfacción y plenitud y ponerlo más en el amor desinteresado al otro. Cuanto más maduremos y más cerca estemos de Dios, tanto menor será el acento sobre nosotros mismos y sobre el provecho personal que podamos sacar de nuestra relación con los demás. Cuanto más maduros seamos, tanto más nuestra será la divisa: mi Dios y mi todo”.
Cambio así en la fuerza del Espíritu el acento que pongo en las cosas. Sólo Él puede cambiarme de verdad y hacerme manso y humilde. Quiero cambiar mi forma de echar raíces, de amar y esperar. En la fuerza del Espíritu Santo quiero madurar y progresar en mi vida espiritual.