¿Y si bastara con proclamar con voz alta y clara la verdad sobre la Iglesia católica para combatir los estereotipos y el integrismo?
El odio asienta sus raíces en la ignorancia, es algo bien sabido. De la ignorancia nacen los estereotipos y donde hay estereotipos no puede crecer la caridad. ¿Por qué? Porque la caridad es indisociable de la verdad, ya que la caridad es querer el bien del otro y, por consiguiente, ver el bien en el otro. Ver la luz que reside en el prójimo, amarlo como Dios lo ama, supone a la fuerza verlo en amor y en verdad.
Cada día trae su particular surtido de desgracias y los atentados incesantes que golpean el mundo sin que muchos lo sepan no son casos menores. Para los cristianos, estos acontecimientos deben ser una oportunidad para ejercer su caridad.
Por supuesto que un alma repleta de odio que está lista para destruir su vida, para destruir las de otros es, en su error, la más abyecta, la más satánica. De modo que ejercer la caridad es actuar para que los demás no sean tentados por el camino de muerte que dirige Daesh, con tantas muertes inocentes a su paso.
Ejercer la caridad, para un católico, consiste en restablecer la verdad sobre nuestra religión. Con serenidad y sin ceder a la tentación de la victimización que nos hace gritar con histeria cada vez que nos sentimos atacados con o sin razón. Con calma, pero respondiendo con firmeza a los ataques de los círculos de ateos y de islamistas radicales.
Es obvio que las fuentes de los ataques son maliciosas, es decir, que actúan de forma malintencionada para extender una propaganda de falsas ideas y rumores.
El deber de la verdad
Así, desde los círculos laicistas, ateos, más o menos vinculados con el Gran Oriente, se extienden ideas o imágenes de una Iglesia católica cerrada, oscurantista, opuesta a la ciencia o al progreso… En esta fantasía falsa, pero astutamente construida, la Edad Media ocupa un lugar preferente como bestia negra, ya que sería el símbolo de una civilización cristiana plena y desinhibida.
Así, desde la referencia abyecta de los militantes islamistas, se extienden ideas o imágenes de un “Occidente cristiano cruzado”, inicuo por naturaleza, cruzado por elección, politeísta (ya que adora a tres dioses), idólatra (ya que reza a unas estatuas) y hundido en la decadencia más licenciosa. En esta fantasía falsa, pero hábilmente construida, todo no musulmán contribuye en esta supuesta religión inventada por la propaganda yihadista.
Los dos extremos, del nihilismo al integrismo, están también vinculados por sus objetivos y sus efectos en la sociedad: “La exclusión de la religión del ámbito público, así como, el fundamentalismo religioso por otro lado, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones y la política adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien porque se les priva de su fundamento trascendente, bien porque no se reconoce la libertad personal. En el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa” (Caritas in veritae, Benedicto XVI).
Más allá de las fuentes originarias de esta propaganda, hay miles de almas víctimas de ella, porque no poseen suficiente conocimiento para no dejarse contaminar por sus embustes. Los católicos deben restablecer la verdad, conocer su religión en profundidad para poder explicarla tal y como es, no como algunas fuentes malévolas querrían hacerla parecer.
También es nuestro deber no ceder nosotros mismos al veneno del estereotipo cuando hablamos del otro, de su religión o de su no religión. Nos corresponde querer conocer al otro, buscar la verdad para no reducirlo a clichés que le despojan de dignidad, hemos de ser una fuente ardiente de Caridad.