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¿Cómo evitar que el desprecio de los demás me hunda?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 26/06/17
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No dependas del juicio de los demás, tan cambiante que tan pronto levanta la fama a alguien como se la quita

Muchas veces tengo miedo. Miedo al daño que pueden hacerme los hombres. Miedo a sus palabras, a sus mentiras, a sus juicios, a sus medias verdades. Tengo miedo a lo que dirán sobre mí cuando cuchichean a mis espaldas. Siempre me duelen las críticas y los juicios. Los comentarios justos y los injustos.

No sé si es la envidia lo que mueve el corazón para desear el mal de los otros. Incluso de aquellos a los que amo. El corazón es algo confuso… Por eso me da miedo ese deseo oculto en el corazón de otros. Tal vez desean que me vaya mal. No lo sé. Que fracase. Que no levante cabeza. No sé lo que los mueve.

Pero me da miedo caer en desgracia. Ser olvidado, ninguneado, despreciado, herido por las burlas y las críticas. Me da miedo que no me sigan, ni me quieran, ni me respeten. Es tan fugaz la fama y el éxito de cuanto hago…

Muchas veces voy a vivir el descrédito y el olvido. No me verán. Pasaré desapercibido. No seré ensalzado. Más bien denigrado. Hablarán mal de mí. O no hablarán. Se llenarán la boca de críticas. Juzgarán mis palabras y mis gestos. Puede que incluso haya mentiras. O interpretaciones falsas de mi verdad.

Todo es posible en nuestra larga vida. ¿Por qué tengo miedo? ¿Por qué me importa tanto la opinión del mundo? Me asusta lo que puede ocurrir si experimento el rechazo, el desamor. Tengo muchos sueños, muchos deseos. Me dan miedo las pérdidas. Me da miedo enfrentarme a la soledad y al olvido. Tengo miedo al hombre que no siempre actúa con bondad y justicia.

Jesús me pide que no tema, pero yo temo. Todo en esta vida fluye, cambia, pasa. Hoy puede que sea reconocido. Mañana puede que sea olvidado. Hoy puedo ser amado. Tal vez mañana no lo soy. Y a mí me importa.

¿Quién soy yo en lo más profundo de mi alma? ¿Dónde está mi verdad más escondida? A veces pongo mi valor sólo en las cosas que hago.

Hay personas que al presentarse les gusta contar sus logros, lo que han hecho, lo que han alcanzado. Hablan de las batallas ganadas. Y me hacen ver sus títulos. Tal vez yo lo hago de forma más sutil, no tan clara. Y cuento mis éxitos. Lo que he logrado.

Me gustaría tener una mirada pura para no quedarme en las apariencias de las conquistas. Esa es la superficie de mi vida. Mis logros no me definen. No soy sólo lo que he hecho. Soy mucho más.

Pero es cierto que mis obras dicen algo de mí. Yo también soy eso. O al menos soy responsable de esos actos. Mis talentos se han puesto en juego. Las circunstancias, la vida y su desarrollo, han permitido obras en mi vida. Todo junto y la mano de Dios conduciendo. Y el resultado es parte de lo que soy. Con éxitos y fracasos.

Hoy me pregunto: “¿Quién soy yo? ¿Qué dicen los demás de mí? ¿Qué dicen de mí los que me aman?”. Los que me quieren de verdad son capaces de apartar con la mano las manchas de mis caídas, los laureles de mis éxitos. Ven más allá. Son capaces de descifrar las luces y sombras de mi corazón. Miran más allá de mi apariencia.

Tengo una belleza oculta, para muchos desconocida. Tengo una gran pasión por la vida, que algunos no valoran. Tengo una alegría que permanece siempre, en el éxito y el fracaso. Tengo un corazón que se emociona con la vida y llora al conmoverse. Soy más de lo que soy ahora. Porque en mí está el germen de lo que estoy llamado a ser.

Tengo mi misión dibujada en mis ojos y camino lentamente hacia ella. Y mi corazón sueña con lo que aún no ve. Los que me quieren no se detienen en el barro de mi caída. Ven más lejos. Ven lo que aún no es. Esa mirada es un milagro que no merezco.

Así me ve Jesús quien conoce mi verdad y me quiere como soy. Sabe de mis logros y de mis caídas. Pero sabe que soy barro de su barro, carne de su carne. Sabe quién soy porque ya antes me ha soñado. Y me quiere con todo lo que hay en mí. No deja nada fuera. No tengo que justificar mis obras y mis sentimientos para recibir su abrazo. Y no necesito mostrarle títulos para que pueda encasillarme en un lugar privilegiado.

Hoy digo en mi corazón: “El Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo”.

No podrán conmigo los desprecios de los hombres. Porque mi vida no se sustenta en el juicio humano. Ese juicio cambiante que tan pronto levanta la fama a alguien como se la quita. El juicio de los hombres no llena mi corazón herido. Es demasiado frágil.

El cura de Ars decía que ninguna crítica disminuye mi valor y ningún elogio lo aumenta. ¿Tan inseguro soy que me siento valioso si los demás lo dicen y poco valioso si dicen lo contrario? A veces me importa más lo que piensan otros de mí que lo que Dios piensa en su corazón. Giro más en torno a los hombres buscando su aplauso.

Tal vez no me miro bien. No acepto mis debilidades y las escondo. No me quiero en toda mi verdad. No me alegro con mi fragilidad. Con lo que hay en mí, en lo más profundo. Me quejo de lo que no logro hacer. Y vivo esperando que el mundo me apruebe aunque haya fracasado. Y si no lo hace y guarda silencio ante mis caídas, me entristezco.

Pienso que los demás hablan mal de mí cuando me ausento de su presencia. Me asustan sus juicios cuando me descalifican. Y creo que nadie me quiere de verdad como soy. Por eso me enfermo queriendo valer. Busco enfermizamente que los demás me alaben, me quieran por lo que hago. Reconozcan mi valía.

Es como si mi autoestima, subida en una montaña rusa, bajara y subiera dependiendo de la pendiente. Ahora estoy en lo alto. Pronto pasará algo duro que me colocará en lo más bajo. ¿Dónde está la estabilidad que sueño?

Quiero ser esa roca en la que muchos puedan descansar. Que hoy sea el mismo que ayer. Que no cambie de opinión y de juicio dependiendo de la hora. Que no cambie mi estado de ánimo dependiendo de lo que vea o escuche, de lo que logre o pierda. Esa mirada libre sobre la vida es lo que más deseo.

Quiero perder el miedo al qué dirán. Que digan lo que quieran. Que hablen de mí a mis espaldas. No importa. Si fuera así de libre tendría una paz que ahora sólo añoro. Quiero buscar mi equilibrio en ese Dios en el que descanso. Jesús me conoce en mi interior y me quiere. Jesús me dice que me prefiere siempre y me elige.

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