Un don excepcional: Una fórmula agotada

Hace apenas tres meses se hizo viral un (bochornoso) vídeo que reflejaba la batalla campal entre los padres de los jugadores de dos equipos de fútbol de categorías inferiores de la isla de Mallorca, el Alaró y el Collerense.

En general, de hecho, cualquiera que haya acudido a una competición con participantes infantiles habrá tenido la oportunidad de presenciar los gritos, las exigencias y las presiones de algunos progenitores que insisten en proyectar en sus hijos todas sus frustraciones personales, sus sueños rotos, con la esperanza de experimentar de forma vicaria aquello que ellos no pudieron –o supieron– lograr.

Ese lado miserable, interesado, de la naturaleza humana, es lo que genera la tensión dramática sobre la que se sostiene Un don excepcional, y que se articula alrededor de una pequeña superdotada –y huérfana debido al suicidio de su madre–, Mary (Mckenna Grace), y las ideas sobre la crianza y el aprovechamiento de sus capacidades que representan su tío Frank (Chris Evans) y su abuela Evelyn (Lindsay Duncan).

El enfrentamiento que se produce entre ambos no es tanto un choque generacional, que también –pues representa, quizás de forma inconsciente, cómo han cambiado las prioridades personales en las generaciones más jóvenes–, como un camino de reconciliación patológico que acaba llevándoles a los tribunales, y que en su fiereza les desnuda, moral y emocionalmente, frente a todos los que tienen más cerca.

A ese nivel, Marc Webb –más allá de su esfuerzo por narrar con cierta belleza plástica la cotidianidad ligeramente idealizada de Frank y Mary– es incapaz de esquivar las trampas dramáticas que le plantea el guión de Tom Flynn.

En su (obvio) esfuerzo por resultar comercial, toca sin compasión todas las teclas del melodrama familiar vertiente judicial –es difícil no pensar en Kramer contra Kramer frente a su estructura argumental y el conflicto entre sus personajes–, con la intención de hurgar en la cuenca lacrimal de los espectadores… Ignorando, o al menos obviando, que la televisión contemporánea ha hecho uso de todos esos tics narrativos hasta el hartazgo, restándoles eficacia y capacidad de impacto.

De hecho, si hay algo que sostiene Un don excepcional es la labor de sus intérpretes, sobre todo los dos principales, Evans y Grace. Webb ha logrado crear entre ambos una química excepcional que brilla sobre todo en sus intercambios verbales, de ritmo espléndido –ahí está, seguramente, lo mejor del trabajo de Flynn: en la creación de unos diálogos que, por momentos, parecen pura screwball comedy–, y que permiten soñar con un largometraje de tono menos gravoso e intenciones más desenfadadas.

Lo que, en cambio, llega ahora a nuestros pantallas es un producto con buenas intenciones pero que peca de formulaico y falto de imaginación: como si fuera un producto de las abstractas ecuaciones de la propia Mary, está demasiado planificado, resulta demasiado cuadriculado. Toda una ironía, teniendo en cuenta que el largometraje, supuestamente, defiende la libertad y la espontaneidad.