Yo no soy Dios pero mi debilidad puede ser, en lugar de una barrera, un trampolín hacia Él
Comenta el padre José Kentenich: “Miren, el hombre de hoy no puede soportar, no puede sobrellevar ser simplemente una criatura, no ser Dios. El hombre no puede soportar ser un ser sexuado que necesita del otro sexo para ser complementado. No puede reconocer sus propias fronteras y limitaciones. El hombre no puede soportar el no valerse por sí mismo, el tener que depender de otros“.
Soy frágil. Me cuesta no ser Dios. Experimento cada día la fragilidad. Me cuesta tanto tocar mis límites… Levantarme y volverme a caer. Quisiera ser Dios para no tener que ser partido nunca. Deseo estar en todas partes para llegar a todos. Ser todopoderoso para solucionarlo todo. Vencer siempre en lo que me propongo.
Por eso me rebelo contra esa fragilidad que acaricio desde el nacimiento. Quiero ser Dios.
Al comulgar no me hago Dios. Me hago más hijo, más frágil, más dócil. Y entonces mi debilidad no se convierte en una barrera sino en un trampolín hacia Dios. Mi debilidad me sana, no me condena. Mi fragilidad me eleva hasta Dios, no me hunde. ¡Qué paradoja! Aprendo a sentirme necesitado de su poder y de su amor.
Comulgo para recibir su abrazo de nuevo y poder seguir caminando. Experimento su amor y me vuelvo a levantar. Me da fuerzas para hacer realidad lo que comenta Winston Churchill: “El éxito es la habilidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo”. Mi vida, de fracaso en fracaso, pero sin perder nunca la pasión por vivir. Sin dejar de luchar.
Decía Samuel Beckett: “Siempre intentaste. Siempre fallaste. No importa. Intenta de nuevo. Falla de nuevo. Falla mejor”. No importa fallar. No importa romperme. Lo que vale es volverme a levantar. Partirme de nuevo. Volverme a partir.
A menudo me creo que el éxito en la vida consiste en no sufrir. No tener heridas. No padecer crisis. Como si vivir así me hiciera más feliz. Como si esa fuera la meta de mi camino. Y me turba el sufrimiento, el fracaso y la pérdida. No me rindo. No quiero dejar de luchar, de partirme. Vuelvo a intentarlo. Vuelvo a fallar. Fallo mejor.
Pero no dejo de caminar por la vida con la mirada alta. Sin desfallecer. No me quiero olvidar del amor de Dios en mi vida. No me olvido del amor de Dios en mi vida partida. No me olvido del dolor y el sufrimiento pasados. Son también parte de mi camino. En ellos está Dios que me alimenta a diario, me sostiene, le da paz a mi alma.
Dios sana mis heridas, mi alma partida. Me da fuerzas para volver a empezar, para partirme de nuevo. No pierdo la esperanza. Lucho. Lo intento. Tenga éxito o fracase. No importa. La confianza no la pierdo nunca.
Me cuesta entregar la vida por amor a otros, partirme de forma voluntaria. Por lo general me busco de forma egoísta. Es la tentación de mi alma. No quiero que sea triturado mi trigo. No quiero que sea molido. Pero tal vez es la única forma de que haya pan.
El amor verdadero muere por la persona amada. Entrega todo sin límites, sin egoísmos, sin barreras. Se parte, se rompe. Ya no es partido de forma pasiva. El acto es voluntario. Yo me parto, me rompo por otros. No es tan sencillo.
Tengo claro que el pan que se guarda se endurece y no alimenta a nadie. Si no soy capaz de dar la vida, mi pan se pondrá duro. Me guardaré mi alma sin heridas, porque no habré sido capaz de amar. Me da miedo perder lo que me hace feliz. Y guardo el pan que recibo de Jesús.
Él se hace carne para que yo tenga vida, para que yo me parta por otros. Se hace carne para que lo pueda recibir y ser más osado en mi fe. Más valiente, más decidido, más libre. Quiero que su presencia continúe en mi corazón para siempre. Me como a Jesús y Él deja huella en mí. Me da la vida. Me enseña cómo es el verdadero amor.
Quiero que cada misa produzca un cambio en mi alma. Partirme tiene que ver con poner a Jesús en el centro. Lo adoro a Él, lo recibo a Él. Está presente en mí.
Mi tendencia es girar en torno a mis deseos y gustos. Ponerlo a Él en el centro me exige cambiar la mirada. Dejo de darme tanta importancia. Quiero dejar que Cristo surja en mí y vaya cambiando mi corazón. Quiero partirme por otros.
Estoy convencido: cada vez que comulgo me asemejo algo más a Jesús. Lo tengo claro. Cada comunión coloca a Jesús más en el centro.