La historia personal de la propia directora, Carla Simón, le ha servido para construir un drama sobre cómo gestionan los niños el dolor y la pérdidaYa en su cortometraje Lipstick, que rodó todavía como estudiante de la London Film School, Carla Simón enfrentaba a dos niños a la inesperada muerte de su abuela. O lo que es lo mismo, abordaba la pérdida desde la perspectiva infantil, un tema que los adultos tendemos a pasar por alto por esa idea tan equivocada, y tan enraizada en la más pura infravaloración de sus sentimientos, de que los pequeños se adaptan a todo, que asimilan el cambio con mucha más facilidad que los adultos.
Y no es cierto. Lo que ocurre es que no saben gestionar esos sentimientos, ni tienen las herramientas necesarias para verbalizarlos y aliviar una carga que, en realidad, no saben reconocer como tal. Un dolor sordo que la directora aborda, con mucha más profundidad que en sus obras anteriores, en su ópera prima, Verano 1993.
Inspirándose en su propia historia personal –como la pequeña Frida (Laia Artigas), ella también perdió a sus padres por culpa del SIDA y tuvo que irse a vivir con sus tíos–, Simón construye un largometraje que se sostiene sobre el proceso de duelo de su jovencísima protagonista: de ahí, pues, que se cierre con la niña echándose a llorar, liberada, por fin, del dolor y de la frustración, aceptada e integrada.
Porque el relato no es solamente la historia de iniciación –o si se quiere, de maduración– de la propia Frida, sino también la de su tía Marga (Bruna Cusí), que también debe aprender a bajar sus barreras emocionales, y a aceptar que, tras el comportamiento abrupto, un tanto agresivo, de la niña, se oculta una sensibilidad a flor de piel que necesita una guía, un ancla para la turbulencia de sus sentimientos, y que no pueden proporcionarle sus abuelos (Isabel Rocatti y Fermí Reixach).
Y sin embargo, pese a lo dramático del punto de partida, Simón no carga jamás las tintas, sino que deja que todo fluya con cierta naturalidad, entre pequeños instantes de tiempo congelados y conversaciones (en apariencia) intrascendentes, que además rueda, casi siempre, con cámara al hombro, buscando el máximo realismo tanto en el encuadre como en las interpretaciones de sus actores.
Al fin y al cabo, la directora está reconstruyendo sobre la pantalla un pedazo de su infancia –de ahí que rodara en el pequeño pueblo de La Garrotxa en el que se crió, Les Planes d’Hostoles, y alrededores–, vehiculándola a través de un filtro ficcional que le ha permitido, en cierta manera, y siempre desde cierta distancia emocional, autoanalizarse, volver a incidir en una herida que, como le ocurre a Frida, no por curada deja de existir.
Estremecen las miradas perdidas de Artigas, precisamente, porque se intuye que Simón está hablándonos a través de ellas. Porque Verano 1993 es, en cierta manera, la llamada de auxilio hacia el espectador, matizada por una reflexión madura y reposada sobre las circunstancias familiares en la que se enmarca, de aquella niña perdida.
No hay más que abrir un poco nuestro corazón de adulto, y saber escuchar, para ver detrás de cada una de sus malas decisiones, de sus reacciones celosas y un tanto condescendientes hacia su prima Anna (Paula Robles), la necesidad de ser vista, de ser comprendida, y lo que es más importante, de ser amada de verdad, sin hileras de muñecas de por medio.
Ficha Técnica
Título original: Estiu 1993
Año: 2017
País: España
Género: Drama
Directora y guionista: Carla Simón
Reparto: Laia Artigas, Paula Robles, Bruna Cosí, David Verdaguer, Montse Sanz, Isabel Rocatti