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¿Tienes a Dios en tu interior?

©MUSTAFA OZER / AFP

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 13/06/17
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No es lo mismo cumplir las normas que ser verdaderamente religioso

Anclada en lo alto, sin dejar nunca sus raíces en la tierra: así es la persona que vive en el Espíritu de Dios. Tengo que ser un hombre pobre para vivir vacío y abierto a Dios. Vacío de tantas cosas que me esclavizan y lleno de Dios. Así fue María, la esclava de Dios. Se vació, se hizo esclava, sierva y se llenó de Dios.

Me gusta la vocación de ser un hombre pobre. De caminar sin seguros. Siempre abierto a Dios. María me muestra el camino. Se hizo pobre, se hizo sierva de Dios. Y Dios hizo morada en Ella. Así quiero vivir yo, con hondas raíces como Ella.

Anhelo ser un hombre vinculado. Al mundo de Dios. Al mundo de los hombres. A la tierra que piso. A los sueños que habitan en mi alma. El hombre de Dios es un hombre traspasado por su presencia. Un hombre lleno de luz y de vida. Como María.

Conozco a muchas personas que cumplen los mandatos de Dios. No se saltan las normas. Respetan los mandamientos. Intentan ser buenas y cuidar a los que Dios les ha confiado. Pero veo que no siempre están traspasadas por Dios. No llevan a Dios dentro. No están llenas de Dios. Y ante las primeras dificultades del camino dudan, se alejan, cambian sus principios, sus creencias.

No es lo mismo cumplir las normas que ser verdaderamente religioso. Es más hondo ser religioso. Tiene que ver con mis actitudes fundamentales, con mis pensamientos, con mi mirada, con mi forma de amar.

Cumplir ciertos preceptos está todavía en mi mano. Lo puedo hacer. Puedo estar a la altura. Un tiempo. Mi voluntad se ejercita y lo logro. Ser religioso es una gracia que pido de rodillas. No depende de mí. Se me escapa de las manos. Es una gracia llegar a ser hombre trinitario. Es un don que pido cada día. Quiero ser un hombre traspasado por el amor de Jesús. Arraigado en el corazón de Dios Padre. Movido por la fuerza del Espíritu.

Comenta el papa Francisco en Amoris Laetitia: “Siempre hemos hablado de la inhabitación divina en el corazón de la persona que vive en gracia. Hoy podemos decir también que la Trinidad está presente en el templo de la comunión matrimonial. Así como habita en las alabanzas de su pueblo (cf. Sal 22,4), vive íntimamente en el amor conyugal que le da gloria. La espiritualidad del amor familiar está hecha de miles de gestos reales y concretos. En esa variedad de dones y de encuentros que maduran la comunión, Dios tiene su morada. Esa entrega asocia a la vez lo humano y lo divino”.

Dios hace morada en mi interior y en el amor de la familia. Dios Trino es familia. Viene a habitar en mi alma. Viene a mí. Su amor, el amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se hace presente en mí.

Por eso es tan visible en el amor entre los cónyuges. Tan visible en el amor entre estos y sus hijos. Un amor familiar que es trinitario. Una presencia de Dios que se hace viva y se alimenta en el amor humano que se da en cada familia.

Me gusta la imagen de la inhabitación. Dios hace su morada en mi alma, acampa en mí. San Agustín rezaba: “Señor entra en mi alma y ajústala a Ti. Para poder hablar contigo con palabras del alma y clamor de la mente. No con palabras y voces de carne. Yo por fuera te buscaba y Tú estabas dentro de mí”.

El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo vienen a hacer morada en mi interior. Abro mi corazón para que puedan entrar. Dejo que habiten en mí para hacer que mis sentimientos sean los de Dios. Para hacerme hombre religioso, religado, unido con Dios.

Quiero que en mi alma pueda entrar Dios. Quiero eliminar las cadenas que no me dejan ser habitado por Él. Quiero que su misericordia esté en mi corazón. Quiero que mis manos sean sus manos. Que Dios habite en mí siempre. Quiero que se trasparente en mí su amor. Quiero llenarme de su luz. Que pueda brillar en mí su gracia, su amor.

Inhabitar tiene que ver con una presencia permanente en mí. Cuando me quedo sin Dios en el corazón, cuando me alejo, cuando no dejo que toque mi vida, cuando me cierro en mis egoísmos, cuando su amor no vence en mi desidia, en mi ira, en mi odio… entonces quiero que esa inhabitación me haga de nuevo hijo suyo, hijo dócil.

Todo es posible si me abro a la gracia, al Espíritu. Si dejo que su amor penetre en mí.

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