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Alguien camina a tu lado cuando sientes soledad

Soledad ante el mar

Pexels/CC0

Carlos Padilla Esteban - publicado el 27/05/17

Tú no eres huérfano, tienes Padre, tienes Madre

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Hoy escucho de labios de Jesús que no soy huérfano. Tengo padre y madre. Es verdad que no quiero ser huérfano y me da miedo como a los discípulos que Jesús se aleje. Por eso hoy les dice: «No os dejaré huérfanos, volveré». Jesús se va para volver en la fuerza de su Espíritu. Soy hijo de Dios para siempre. No soy huérfano.

El papa Francisco me recuerda que tengo una Madre en el cielo. No soy huérfano porque tengo Padre y Madre. Decía el papa Francisco en Fátima: «Tenemos una Madre, una Señora muy bella, comentaban entre ellos los videntes de Fátima mientras regresaban a casa, en aquel bendito 13 de mayo de hace cien años. Y, por la noche, Jacinta no pudo contenerse y reveló el secreto a su madre: Hoy he visto a la Virgen. Habían visto a la Madre del cielo».

Jacinta no puede contenerse y cuenta con alegría que María es muy bella. No guarda el secreto y lo cuenta emocionada. Tengo una madre. Esa es también mi certeza y mi alegría. María se convierte en Fátima en Madre de esos niños, de esos pastorcillos. Y al mismo tiempo se manifiesta como Madre de todos. Es también mi Madre.

Dice el papa Francisco: «Tenemos ante los ojos a san Francisco Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran. De ahí recibían ellos la fuerza para superar las contrariedades y los sufrimientos. La presencia divina se fue haciendo cada vez más constante en sus vidas».

Me gusta la escuela de María que me enseña a vivir. En esta escuela aprenden esos dos niños. Aprenden a ser más de Dios en los brazos de una Madre. Nunca serán huérfanos. A mí también me gusta mirar a María como mi Madre espiritual. Como mi maestra en la fe.

Ella no me salva de la ira de Dios. Porque Dios es misericordia. Y como buena Madre me adentra en el corazón misericordioso de Dios en el que Ella vive. Me llena de su luz y su esperanza. Me enseña una nueva manera de vivir. Con generosidad. Confiando. Dando a manos llenas.

Me gusta pensar que María sostiene mis pasos para que yo no caiga. Camina a mi lado cuando me siento solo. Me abraza por la espalda para que no me turbe y espere. Sé muy bien que la soledad es parte de mi vida. Pero Ella me llena de luz como a los pastorcillos. Me devuelve esa inocencia perdida. Me muestra que mi corazón está hecho para la vida eterna, y no puede vivir esclavo de la tierra.

Quiero un corazón sencillo. Fiel. Dócil. Alegre. Un corazón confiado en medio de las contrariedades. Necesito desapegarme de tantos apegos falsos.

Recuerdo una poesía escrita a una madre y me conmuevo: «Con las olas más pequeñas en el mar de su bondad, con la brisa de verdad que conmueve cada vela, es lo mismo que ya anhelas, reconoces ese Amor. Tú, barquita de color, que navegas en sus mares y tus ojos ven lugares que soñaste con ardor. Vela firme, bien cosida y con hilo algún remiendo de aquel hueco van fluyendo sus consuelos en tu herida. Este viento ha dado vida a barquillas más pequeñas pues con su sonido enseñas a volver el corazón y poner en el timón, a quien hizo las estrellas».

Una madre que me enseña a poner en el timón a Dios. Él es el capitán de mi barca. Es el que da consuelo a mi herida. El que remienda mis huecos. Y sostiene mi fragilidad herida. Esa madre es María que me empuja a soñar con mares hondos y desconocidos. Y a no temer la incertidumbre y los pesares de navegar mar adentro dejando a Dios al timón de mi vida.

El padre José Kentenich habla así de la influencia de María en su vida: «Al echar una mirada retrospectiva les digo que no conozco otra persona que haya ejercido una influencia profunda sobre mi desarrollo. Millones de hombres se habrían quebrado si hubieran estado abandonados a sí mismos como yo lo estuve. Hube de criarme en completa soledad del alma, porque en mí debía nacer un mundo que más tarde había de ser entregado y transferido a otros. Si mi alma hubiera tenido contacto con la cultura de entonces, en algún momento me habría vinculado personalmente, y entonces hoy no podría decir tan terminantemente que mi educación fue obra exclusiva de la Santísima Virgen, sin otra influencia humana profunda».

No tuvo ninguna influencia humana más fuerte. Experimentó en su juventud la soledad más dura. Y María lo sostuvo en medio de su dolor. Ella equilibró su alma rota y perdida. La sostuvo en medio de sus crisis.

Me conmueve pensar en ese amor de Madre. Ella lo educó a él y lo sostuvo siempre en la tribulación. Así quiero vivir yo. Anclado en Ella. Que Ella sea mi sostén y mi seguro. Que en mi soledad me abrace siempre. Que en mis abandonos me recuerde para quién vivo.

Cuando no sepa bien cómo caminar Ella me enseñe a dar los primeros pasos. Que me ancle con fuerza en el mundo de Dios y así llene mi alma. Así me enseña a vivir María. Me hace más niño. Más suyo. Más puro.

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