Un amor sano es estar profundamente uno en el otro, en lugar de uno contra el otro
Nadie que ama quiere el mal de aquel a quien ama. Parece evidente. Pero es verdad que luego puedo llegar a hacer el mal a quien amo porque amo de forma enfermiza. O porque soy débil y hago el mal por debilidad. A veces mi amor no es sano. Tengo muchos obstáculos que me impiden amar bien. Mi amor se enfría y entonces sólo queda mi amor propio, mi amor egoísta.
En ocasiones me lleno de rencores o sentimientos poco sanos, y voy acumulando ofensas recibidas. Estoy herido y amo desde mi herida. Sangro. Me duele y hago daño. Otras veces caigo en la envidia, en los celos, en la rabia y me ofusco. Compito con aquel a quien creo amar, pero eso no es amor verdadero. Todo ello me hace cuidar mal a quien amo. Es paradójico.
Comentaba el padre José Kentenich: “Estar profundamente uno en el otro, en lugar de uno contra el otro. Yo en ti, tú en mí y ambos el uno en el otro. ¡Qué profunda esta fuerza unitiva en el ser humano!”.
El amor no son teorías, no son ideas. El amor es una experiencia de pertenencia. ¡Cuánto cuesta educar en el amor! Hay muchos obstáculos que no nos dejan amar bien. El hombre sufre tanto al no saber amar…
Lo que nos hace felices de verdad es amar y ser amados. De nada sirven las teorías, los conocimientos, las ideologías. Es el amor lo que queda, lo importante. Quiero aprender a amar con todo mi corazón. Quiero que Dios venza en mí esos obstáculos que me impiden amar bien.
A veces me da miedo amar y que no me amen. Amar y ser luego herido. Amar y quedarme solo. Amar mal y herir a quien amo. Amar de forma egoísta y enfermiza y acabar alejando de mí a quien amo. ¿Dónde está la verdadera escuela del amor? En el Santuario. Allí María y Jesús quieren enseñarme a amar de verdad.
Quiero aceptar que el amor humano es reflejo de un amor infinito. Sólo ese reflejo torpe e imperfecto que no colmará nunca todas mis ansias de infinito. Aunque a veces lo desee.
El otro día leía: “Ningún amor o amistad, ningún abrazo íntimo o beso tierno, ninguna comunidad, ningún hombre o mujer serán capaces jamás de satisfacer nuestro deseo de vernos aliviados de nuestra condición de solitarios. Esta verdad es tan desconcertante y dolorosa que nos hacemos más propensos a los juegos de nuestra fantasía que a hacer frente a la verdad de nuestra existencia. Así seguimos esperando que algún día encontraremos al hombre o mujer que realmente entienda nuestras experiencias, la mujer que traerá paz a nuestra vida inquieta, el trabajo donde podamos agotar nuestras posibilidades, el libro que nos explicará todo y el lugar donde podremos sentirnos en el hogar. Tal esperanza falsa nos lleva a hacer peticiones que llegan a agotarnos y nos preparan para una hostilidad amarga y peligrosa, cuando empezamos a descubrir que nadie ni nada puede llenar nuestras expectativas de absoluto”.
El amor humano me deja siempre insatisfecho. A veces espero la relación que me salve, el trabajo que me colme, el lugar para vivir que me llene. Y cuando no llega, me frustro. No vivo en mi vida hoy, no acepto lo que tengo delante. Vivo amargado esperando lo que no llega. Y no disfruto los regalos del presente.
Quiero aprender a vivir con sed de infinito. Esa sed honda e insaciable que sólo en el cielo quedará saciada para siempre. Pero eso no me exime de amar hasta el extremo. Y buscar en Dios mi descanso en la tierra. Vivo anclado en el mundo y atado al cielo. Amar así es una gracia, un don de Dios que pido cada día.
Quiero echar raíces sin temer ser herido algún día. Quiero estar dispuesto a amar siempre por los dos. Esa actitud me hace más libre, más maduro, más hombre. Lo mismo con Dios.