“American Gods”: Falsos ídolos de ayer, hoy y mañana

Reconocido guionista de cómics, explorador de mundos oníricos y mitológicos y habitual plasmador de los conflictos entre el bien y el mal que se desenvuelven en medio de una plétora de tonos de gris que acometen a tramas y personajes, Neil Gaiman también ha publicado unas cuanta novelas de éxito, entre las que destaca la que ahora ha sido adaptada a la pequeña pantalla, quizá el formato que permite una mayor fidelidad a determinadas historias por cuanto facilita horas en las que respirar en lugar de encorsetar o resumir las tramas a la duración estándar de una película.

En el caso de American Gods esto se hace casi imprescindible debido a lo ambicioso de una producción que traslada a imágenes en movimiento la complejidad de una moderna fábula, un relato que se plantea el reto de construir un trasunto de lo que el teatro clásico griego siempre nos presentó en sus dramas: el devenir de meros mortales en un entorno en que pululan personajes que resultan tener un hálito aparentemente divino pero preñado de humanidad en el fondo.

Bajo la promesa y le premisa del “Nuevo Mundo” esos “Dioses Americanos” a los que alude el título suponen el encuentro en esos nuevos territorios del elenco ancestral de mitologías varias (comenzamos conociendo los referentes nórdicos, pero habrá más) sobre las que el hombre de la Antigüedad ha edificado su explicación a lo trascendente y lo sobrenatural mediante constructo de leyendas e imaginación, confrontándolas con otros nuevos símbolos (aunque bien tangibles) de adoración pagana: el fruto material de la tecnología.

La eternidad de los héroes y poderes de la Naturaleza edificados a la luz de la hoguera encontrándose con los objetos materiales por los que hoy muchos venden su alma: un móvil más moderno, el éxito en una red social, la puntuación en una app. Ese es el territorio suburbano de la América profunda en que se mueve Gaiman (obligándonos a acompañarle) cual moderno dramaturgo helenístico que cambia puertos del Egeo y recónditos templos albergando arúspices por bares de carretera y sórdidos moteles poblados de esa escenografía sudorosa y con sabor a whisky barato que asociamos con la Norteamérica que no aparece en las guías de viaje, con un elenco de personajes estrafalarios como sólo pueden serlo las criaturas surgidas hace siglos de los miedos primitivos y que hoy deben sobrevivir en medio de una tierra de oportunidades soñadas e inalcanzadas.

“¿Qué nos mantiene en el aire, la fe o Newton?”, se pregunta en un momento dado uno de los personajes, mefistofélico Ian McShane, a bordo de un avión.

El coqueteo con la blasfemia puede resultar un recurso facilón en algunos creadores, pero si en algún momento nos parece que Gaiman ronda ese territorio casi deberíamos preguntarnos si en el fondo no está tratando de proponernos un ejercicio de responsabilidad escatológica en esta nueva era necesitada de un renovado compromiso del hombre con lo que se escapa a su comprensión.

Una nueva etapa en la que el desengaño de lo material podría hacer imprescindible una introspección más allá de lo humano. No nos volveríamos de sal (o ceros y unos) si tornásemos la mirada hacia lo divino. Lo complicado es seleccionar al dios auténtico.

Mientras tomamos una decisión siempre podemos dejarnos llevar por la desbordante imaginación de Neiman y agradecer la fortuna de que haya llegado el momento en que esa nueva deidad (con forma de efectos especiales digitales) haya logrado convertir en imágenes en movimiento el producto de sus fantasías, incluso a pesar de que tras ver sólo 3 de los 10 episodios de esta primera temporada (correspondiéndose con un 10 % de la trama de la novela y auspiciando un buen número de temporadas y capítulos por delante) el espectador pueda seguir sin enterarse de qué va la serie aunque sí tenga claro que le gusta lo que ve.

Como la vida misma.