Enriquecerás a muchos y tu vida cambiará
Mi pobreza queda desnuda ante María. Mi pecado y mis faltas son tan visibles… Ella me quiere en mi verdad, en mi pequeñez. Conoce la pureza de mi alma. La que yo no veo. Y necesita que yo me abra y me deje hacer totalmente de nuevo.
Quiero ser más niño como Jacinta y Francisco. Quiero tener esa mirada vuelta hacia los hombres, vuelta hacia Dios. Quitarme yo del centro y poner en el centro a Dios. Quiero vivir mis renuncias con un corazón alegre. Las ofrezco por los sufren más que yo, por los que no tienen paz, por los que no son felices. Esa mirada da sentido a todo lo que me toca vivir, en ese plan de Dios oculto a mis ojos tan apegados al mundo.
Cuando llego al santuario entrego a María todo lo que vivo, lo que me alegra, lo que me hace sufrir, mi fragilidad que no me deja amar con hondura, mi miseria que me recuerda que soy barro tan necesitado. Y María lo recoge todo en sus manos de Madre. Y regala gracias de amor a todo el que llega a Ella buscando consuelo. Adquiere así un sentido nuevo mi dolor. Tiene un nuevo significado mi pobreza. Soy un pobre que enriquece a muchos.
Quiero ser un signo de esperanza y misericordia para los hombres que viven perdidos sin encontrar el amor de Dios que los espera siempre. Quiero amar tanto a Dios como lo amaron los pastorcillos, que no dudaron en correr a su encuentro dejándolo todo.
Quiero buscar a ese Jesús escondido en los hombres, en medio de mi vida, oculto en el sagrario. Quiero descubrirlo cuando mis ojos no sepan verlo. Quiero adorarlo, amarlo y desearlo.
Entrego hoy mi vida con generosidad. Me conmueve ver cómo esos niños se pusieron en un segundo plano dejando a Jesús el centro de sus vidas. Sus deseos dejaron de ser tan importantes. ¡Qué difícil es renunciar a los propios deseos!
A veces me veo manipulando los deseos de Dios para que coincidan con los míos. Busco que todo encaje según mis sueños tratando de ser feliz. Quiero que sean mis planes los que se impongan siempre. Quiero ser yo el que decido, el que actúo, el que logro.
Dice el papa Francisco: “La vida es buena cuando tú estás feliz. Pero la vida es mucho mejor cuando los otros están felices por causa tuya”.
Pienso en los pastorcillos que renuncian a sus deseos por amor a Dios y a los hombres. Quieren que los demás sean felices. Pienso en su mirada pura que desea alegrar el corazón de Jesús y el de los que están lejos de Dios. Me gustaría ser así. Y pensar más en el corazón de Jesús y en las personas que sufren.
Quiero alegrar a María. Con mis obras, con mis palabras, con mi mirada. Quiero un corazón más puro e inocente. Una mirada más profunda que no se quede en los deseos del presente que son efímeros.
El cardenal Robert Sarah decía: “Es tiempo de poner a Dios en el centro de nuestras preocupaciones, en el centro de nuestros pensamientos, en el centro de nuestro actuar y de nuestra vida, en el lugar que solo Él debe ocupar”. Como los pastorcillos quiero tener a Jesús en el centro de mi vida para que así mi vida cambie.
Porque la cercanía de Jesús cambia mi mirada, mi forma de pensar, me da nuevas categorías: “Algo nuevo se despierta en el corazón de sus discípulos. Esa paz contagiosa, esa pureza de corazón sin envidia ni ambición alguna, su capacidad de perdón, sus gestos de misericordia ante toda flaqueza, humillación o pecado, esa lucha apasionada por la justicia en favor de los más débiles y maltratados, su esperanza inquebrantable en el Padre”.
Jesús en el centro de mis preocupaciones y deseos lo acaba cambiando todo. Quiero adorarle sólo a Él. Esperar sólo en Él y confiar siempre en sus planes. Es el momento de dejar de lado tantas preocupaciones superficiales que me quitan la paz. Quisiera tener un corazón más de Dios, más de niño. Quiero mirar la vida como los pastorcillos.