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Un cáncer, una muerte y un milagro maravilloso

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Mònica Costa - publicado el 10/05/17

“Sé que tú me ayudarás a morir”, me predijo

Conocí a Lali en el trabajo. Tenía 33 años y era secretaria de dirección. Empezamos a conocernos, nos hicimos amigas, íbamos a comer juntas o compartíamos café en los descansos. Poco a poco, fuimos abriendo nuestros corazones. Ella empezó a explicar sus creencias espirituales: la cábala, las energías, el reiki, los viajes astrales, la astrología,… Yo le expliqué las mías: un Jesús que ama, que redime, que acepta, una Madre que acoge, una Iglesia abierta a todos y a la misericordia… Hablábamos con respeto, escuchándonos una a otra, sin pretensiones de convencimiento, sin juzgarnos, con interés.

Me habló de su vida difícil. De su padre borracho y maltratador. De su madre sufriente y depresiva que se suicidó. De su hermano menor que ahora era drogadicto y estaba ingresado en prisión. De su hermana que al cumplir los 18 años se fue a vivir con su novio y rompió lazos con la familia porque deseaba separarse de esa corriente de autodestrucción.

De cómo ella a los 18 años empezó a trabajar y se llevó sus hermanos menores a vivir con ella porque estaban desatendidos por el padre, los volvió a escolarizar, les enseñó modelos de higiene, les dio amor y cariño.

De cómo su padre volvió al cabo de los años, enfermo de cirrosis y ella lo cuidó hasta que murió a pesar de que había sido la causa de la desgracia familiar. De cómo ahora había encontrado una estabilidad profesional y personal, de su compañero de vida, de sus amigos.

Y de repente llegó el cáncer de estómago. Solo uno de cada tres sobrevive los 5 años, le dijeron. Lali era luchadora, la que más, y se compadeció de los otros dos porque ella era la que iba a sobrevivir, dijo. La operaron, pasó por una quimioterapia muy dura y volvió al trabajo.

Y al cabo de unos meses el cáncer volvió y ya no tenía cura. Tenía 35 años. Volvieron las sesiones de quimioterapia, sin ningún resultado y llegó un momento en el que ya no se podía hacer nada más e ingresó en una Unidad de Cuidados Paliativos.

Lali decidió que no quería que sus últimas semanas de vida fueran un paseo de personas que fueran a despedirse de ella, ni que todo el mundo viera cómo se iba consumiendo hasta morir. Eligió a unos 5 ó 6 amigos para que la cuidaran. A mí me sorprendió estar entre el grupo de elegidos, porque éramos compañeras de trabajo más que amigas y personas de su círculo más íntimo no pudieron despedirse de ella.

“Sé que tú me ayudarás a morir”, me predijo.

A mí me tocaban las noches. Unas noches eternas en las que hablábamos sin cesar de la vida, de la muerte, de qué hay más allá, de cómo hay que morir, del amor de Dios, de la reencarnación, de la resurrección.

Yo le hablaba de ese Dios que la amaba con infinita ternura, que no juzgaba, que no imponía miedo, que la esperaba con los brazos abiertos. Del Padre que quiere estrechar de nuevo a su hija, del Amigo que quiere compartir con ella su vida eterna, del Espíritu que la acompañaría en su camino al cielo. Ella escuchaba.

Pero durante el día, sus amigos volvían con mensajes de energías, fuerzas y astros.

No le impuse nunca nada, simplemente hablábamos y nos escuchábamos. Hasta que un día ella misma me pidió que me asegurara que no moriría sin confesarse. Sin embargo, me pidió esperar un poco porque tenía mucho dolor y prefería confesarse cuando tuviera el dolor controlado.

Pero la manera de controlar el dolor era con morfina y Lali fue entrando en una especie de doble vida y nebulosa donde cada vez era más difícil conversar con ella. Yo intuía que por muchas ganas que yo tuviera de que se confesara, era necesario que ella lo pidiera y lo deseara de verdad, que era necesario tener paciencia.

Cuando ya no podía casi ni hablar, lo propuse a los amigos y familiares, que se negaron en redondo porque no creían que fuera bueno y la asustaría.

Lali llegó a un punto en que prácticamente solo le funcionaban el corazón y los pulmones. Los médicos no podían comprender ya no cómo no estaba en coma, sino cómo no estaba muerta.

La última noche que pasé con ella intuí que era la última. Lali ya no hablaba, solo respiraba. Pasé la noche rezando.

Le dije a Dios que no podía hacer ya nada más, que era yo sola contra un grupo más numeroso de personas que vetaban la presencia de un sacerdote, que no podía luchar más, que había fallado, que no había sabido hacerlo mejor, qué sólo Él podía obrar el milagro.

Recé un rosario tras otro, pedí continuamente la protección del manto azul de María para que la protegiera de cualquier influencia externa que le impidiera llegar al cielo… y no paré de hacerle la señal de la cruz en la frente.

Por la mañana me fui, desanimada, triste, sabiendo que ya no podía hacer nada más, que se iba a morir sin haberse confesado, pero con la confianza de que la misericordia de Dios era grande y que Él iba a contemplar la capacidad de ofrecer amor que había demostrado en su vida.

Al cabo de unas horas me llamaron sus amigos. ¡Lali había pasado la mañana cogiéndoles la mano y guiándoles para que le hicieran la señal de la cruz en la frente! Aunque eran contrarios a la presencia de un sacerdote, habían interpretado que con ese gesto Lali pedía una confesión. ¡Alucinante!

Rápidamente fui con un sacerdote amigo al hospital. Al llegar, el sacerdote hizo salir a todo el mundo. Yo también hice el amago de salir, pero él me invitó a estar, a pesar de que era una confesión. “Te mereces vivirlo”, me dijo. Al entrar le dije: “Lali, ponte guapa que vengo con una persona especial, vengo con el sacerdote del que hablamos para que te puedas confesar”.

No sé de dónde sacó las fuerzas para sentarse, abrió los ojos como platos, consiguió sacar una sonrisa de oreja a oreja de su cara. Fue impresionante. ¡Estaba tan débil!

El sacerdote le preguntó “Lali, ¿sabes que Dios te ama?”. “¡Me ama tanto!”, contestó.  “¿Amas tú a Dios?”. “Lo amo con locura”, contestó con un hilo de voz. “Te arrepientes de tus errores?”. Lali ya sin voz asintió. “Dios te ha perdonado de todo, ahora puedes descansar”. Lali cerró los ojos, cayó sobre la almohada y entró en coma. Al cabo de un par de horas murió.

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