No temer tanto perder la vida, más bien confiar en su poderLa palabra conversión me habla de lo que no poseo. De la luz que atisbo. Del agua que anhelo. Del fuego que quiero tener siempre encendido en el alma. Me habla no de cambiar todo lo que soy y dejar todo lo que me pesa. No me convierto a base de deseos, de esfuerzos vanos, es imposible. Sólo Dios me convierte.
Tengo muy dentro del alma un anhelo nuevo. Quiero cambiar mi mirada. Necesito volver a ser niño para recuperar la inocencia perdida, esos ojos grandes que miran confiados.
Quiero confesar mis faltas, mis pecados, mis caídas. Confesar mi dureza de alma. Ante Dios, ante los hombres. Quiero dejar de lado mi mirada turbia. Cambiar mi corazón envenenado del que surgen pensamientos impuros.
Toco con mis manos la ingenuidad desgastada por el paso de los años. Entre mis dedos se desdibuja ese cielo que atisbo. Lo retengo. Lo deseo. Y sonrío al pensar en todo lo que me queda por vivir si Dios me deja hacerlo. Si yo me dejo poseer por ese amor tan grande.
Anhelo recuperar esa pureza de mi alma ensuciada en el barro de mis pasos. Y quiero volver a nacer en el Espíritu para sonreír como los niños. Para ser niño de nuevo. Para mirar con asombro la vida. Para sorprenderme y alegrarme con las pequeñas contrariedades del camino.
No quiero hundirme en las derrotas y vivir llorando por lo que no ha sido. Nada de eso. Me levanto orgulloso de ser quien soy, de tener en mis manos la posibilidad de empezar de nuevo. Y seguir soñando con regalos imposibles, con logros inalcanzables. E imaginar alegrías inmensas. Y creer en lo que parece imposible.
Quiero soñar siempre. Y esperar más de lo que hoy espero. No me conformo con tan poco. Quiero amar más de lo que amo. Con esa madurez que no consigo. Con esa libertad que envidio a veces.
Quiero esa conversión del alma que pido de rodillas. Parece tan lejos cuando caigo y me detengo. Parece tan cerca cuando arde mi corazón al ver a Jesús entre mis dedos.
Convertirme significa cambiar el objeto de mi mirada. Dejar de mirar en una dirección para mirar a Dios. Dejar de mirar mi necesidad, mi miedo, mi preocupación, mi problema, mi angustia, para mirar más el corazón herido de Jesús. Y allí descansar. Allí colocar mi vida como es. Allí ser un pobre que nada tiene que defender.
Y no temer tanto perder la vida. Más bien confiar en su poder. Jesús me puede hacer siempre de nuevo. Y yo puedo hacer milagros con mis palabras y mis gestos. Como los apóstoles de esa Iglesia primitiva. Dios en mí hace milagros. En la fuerza de su Espíritu.
Si confiara más en Él sería todo más fácil. Pero pongo mi mirada en lo que yo puedo hacer por mí mismo. Y me angustio al ver todo lo que no consigo superar. Y ahí me quedo. Me falta una mirada diferente para enfrentar la vida. Esa es la verdadera conversión que pido cada mañana.
La Pascua es el tiempo del Espíritu en mi alma. Dejo de pensar en mi escaso poder, para pensar en el poder de Dios en mí.
El otro día leía: “Construir una vocación en la esperanza de resultados concretos, a pesar del trabajo que se ha puesto para conseguirlos, es como construir una casa sobre arena en vez de sobre una roca sólida y hasta nos quita la capacidad de aceptar los éxitos como un don gratuito”[1].
La primera Iglesia fue fecunda porque no buscaba el éxito. No quería el poder de este mundo. No vivía de los números ni de los logros. No pretendía éxitos que no tuvo su maestro. Sabía que la sangre de los mártires era la semilla de nuevos cristianos. Esa fe tan pura los hacía invencibles. Esa mirada es la que yo quiero.
No construir mi vocación en la esperanza de resultados concretos. Pensando en lo que seré. En lo que haré. Quiero vivir más libre y desapegado. Pero sin dejar de echar raíces profundas en tantos corazones. Sin dejar de querer de forma concreta. Pero sin esperar resultados que no dependen de mí, porque no están en mi mano.
[1] H. Nouwen, El sanador herido