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No quiero sufrir… ¡¿por qué Dios en la cruz?!

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 07/04/17
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Es muy importante purificar en Dios el subconsciente Con frecuencia me pregunto por el verdadero sentido de la vida. Tantas personas llegan a mí llenas de dudas. Se preguntan conmovidas: “¿Voy por el buen camino?”. Como si dudaran del sentido de su entrega, de sus sacrificios pequeños y grandes, de sus renuncias y esperanzas guardadas en el alma.

Dudan y tienen certezas. Es propio del alma que sueña con lo eterno. Es la vida una sinfonía en la que yo sólo toco mi propia parte musical. Con mi instrumento. Con mi fragilidad. Tal vez de forma desentonada.

Pero seguro que al escuchar el todo cada pieza encaja. En Dios, claro, no en mi alma tan pequeña. Yo sólo sueño un día con escuchar completa esa melodía lograda que no acabo de comprender cuando contemplo el mundo tan herido y roto. Sin armonía.

Quisiera poder ver su mano barajando el amor entre hombres rotos, sanados, sostenidos. Jugando con mis manos. Desplegando en mis palabras su fuerza sanadora. Deseo que la paz reine un día en el corazón confuso del hombre. Y su reino se vea más de lo que ahora soy capaz de percibir en medio de tanta guerra.

Y quiero rebelarme. Y gritar que deseo que mi Dios haga algo. Que se vea su poder. Mi grito suena como esa voz apenas audible en los labios de Judas cerca ya del Calvario. O como ese gesto esquivo de Pedro que no quería ser lavado por Jesús en su última cena.

Decía Jean Vanier: A Pedro le cuesta comprender a Jesús. No soporta el sufrimiento y la debilidad. Quiere un Jesús fuerte que va a realizar su misión con éxito. El sufrimiento es lo que no queremos. Tenemos miedo del sufrimiento. Ser vulnerable significa tener miedo de ser abandonado. No queremos el sufrimiento. Jesús vino a traernos algo nuevo en relación al sufrimiento. No lo elimina. Aunque hizo todo por sostener a los apóstoles para que ayudaran a la gente en su sufrimiento. Lo que prometió no fue suprimir el sufrimiento sino dar una fuerza nueva para soportarlo y descubrir un sentido nuevo al sufrimiento. Puede ser fuente de vida”.

Sueño con esa sinfonía en la que las notas no son cruces y los acordes llenos de armonía son belleza sin sangre. Y yo veo la fealdad y me aturde el dolor. Me confunden el pecado y la muerte. Y mi propio dolor turba mi ánimo.

¡Cómo seguir caminando en medio de tantas cruces! ¿Por qué no puedo evitar el fracaso y la muerte? Es como si quisiera jugar a ser Dios en medio de mi vida. El poder de cambiar la realidad que me rodea.

He escrito muchas palabras con mis dedos. Algunas las he repetido ya muchas veces. Pero no creo que mi palabra pueda crear la vida. Sólo las palabras de Jesús guardan en su interior la semilla de lo eterno.

Mi palabra es frágil. Se eleva en un vuelo apenas perceptible. Vuela unos segundos en los que yo la veo. Y luego cae abatida por el paso del tiempo. Me cuesta pensar que mi vida sea como esa palabra que se eleva altiva para caer sin aliento. O tal vez sí mi vida es un acto valiente de entregarlo todo por un sueño eterno.

Me uno a las palabras de una persona que rezaba: “Querido Jesús. En tu roca herida inscribo mi vida herida. Me conoces. Sabes que soy frágil. Que no soy capaz de besar mi cruz. Me da miedo. Tengo tantos miedos. A perder lo que tengo. A perder la fama. A no tener éxito. A perder la salud. Todo me da miedo. A veces hasta Tú me das miedo. Lo sabes. Perdóname. Te pido que me sostengas. Te necesito. Porque no es fácil el camino. Me da miedo. Yo soy débil. Me escogiste débil. Eso es un regalo. Conmigo puedes hacer algo. Eso espero. Con mi vida pobre. Tú escrutas mi corazón. Lo llevas en el tuyo. En tu corazón herido mi vida se llena de paz”.

Mi miedo al fracaso, al olvido, al sufrimiento que tantas veces rehúyo… Me asusta entregarle la vida a Dios en un acto de renuncia. La sujeto con manos firmes, para que no se escape. La ato al presente para que no se hunda. No quiero quedarme solo. No quiero perder la esperanza.

En medio de tanta muerte cuesta ver la luz de una vida que no tiene fin. De un amor más fuerte que el odio. Camino firme, seguro. No me convence mi razón al marcarme un camino seguro. No lo pretendo. Mi corazón tiene tanta fuerza… Necesito que Jesús se abra paso en lo más hondo de mi alma para guiar lo que vive en mi subconsciente.

El padre José Kentenich decía: “En nuestros días se observa, en la naturaleza humana, un fuerte afloramiento de lo irracional, de lo subconsciente. Hacemos, en primer lugar y con mayor intensidad, lo que deseamos a nivel subconsciente que lo que queremos a nivel consciente. Así ocurre hoy sin duda y así nos sucede también a todos nosotros. En relación con nuestra educación y la educación de los valores trascendentes, es muy importante purificar, transfigurar y embeber en Dios el subconsciente del hombre, nuestra propia psiquis”[1].

Quiero que su luz penetre hasta los pliegues más ocultos. Hasta las aguas más hondas en cuyo interior apenas me reflejo. Quiero dejarle entrar a Él para que logre en mí ese orden que yo no consigo. Ese orden armónico que tal vez sólo en el cielo veré posible.

Aquí sigo tocando con pasión la parte que me toca en esa sinfonía. Me gusta mi parte tosca. Lo hago desde mi torpeza. Apenas empiezo con ritmo. No sé si lograré acabarlo todo. Me pongo en camino. No le tengo miedo a la vida. Me apasiona vivir.

[1] J. Kentenich, Envía tu Espíritu

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