El amor a Dios y a los hombres está unidoMe impresiona la fe de algunas personas. A mí me falta. Me cuesta creer en el poder del amor de Jesús.
El otro día leía: “Esta identificación de las relaciones entre los hombres y Dios es la única forma de saber cómo la fe está o no plenamente arraigada en la vida. Muchas personas valoran más su amor a Dios que sus relaciones con los hombres. Esto es un engaño claro. Se juzgan más creyentes de lo que son. Muchas veces me han preguntado: – ¿Cómo puedo trasladar mi fe a mi vida? Detrás de esta pregunta se esconde la impresión de que se tiene una fe muy grande pero que no puede concretarse en hechos. Yo siempre he contestado: – No necesitas transferir tu fe a la vida cotidiana. Puedes deducir de tu vida cotidiana cómo es de grande tu fe”[1].
En mis gestos se ve mi fe. En mi amor humano que refleja mi amor a Dios. En mis actitudes más humanas. Mi fe en la vida.
Mi amor humano me lleva a lo alto. Mi amor a Dios y a los hombres está unido. No son dos amores distintos. No tengo dos corazones. Hay un solo corazón. Una sola fe. Pero muchas veces me falta fe.
Decía el padre José Kentenich: “Quiero aumentar la fe en que el camino por el cual Dios me conduce es siempre el correcto. ¿Por qué es tan difícil transitar este camino? ¿Por qué tanto dolor? Es normal que suframos al contemplar nuestras faltas y nuestra condición de creaturas. Sí; el hombre sufre su condición porque su alma no está aún colmada de Dios. Les repito que ese dolor es normal, es la senda obligada que todos debemos recorrer. Quien tenga un corazón sano y franco vive o habrá vivido esos estados de ánimo. Mantengamos la calma y no nos compliquemos inútilmente. Que todo ello nos motive a aspirar más hacia lo alto, a crecer en confianza y humildad”[2].
Mi fe es frágil, hoy le pido a Jesús que aumente mi fe. Que me ayude a creer siempre que si Él está a mi lado todo es posible. La fe del amor humano que me lleva a tocar el amor de Dios en mi vida. Todo está unido. Quiero tener esa fe en el hombre. Quiero tener esa fe en el Dios que me ama con locura.
Quiero despertar de mi sueño y salir de mi sepulcro para ir al encuentro de Jesús: Jesús me ve muerto y me llama. Quiere que salga de mi sepulcro, de mi muerte, para ir hacia Él, hacia la vida.
Pero yo a veces prefiero quedarme dentro, seguro en mis cadenas. En mi gruta, en mi muerte. Prefiero protegerme para no ser más herido. Jesús me llama por mi nombre. Lo pronuncia con fuerza. Quiere que salga de mi interior. De mi mediocridad. De mi rutina. De mis miedos. De mi barca varada en la orilla.
Muchas veces paso noches remando, con ahínco, queriendo ir mar adentro. Y al amanecer veo que mi barca sigue anclada en la orilla. No he logrado soltar las amarras. Me da miedo el mar hondo, la vida sin seguros. Me da miedo el riesgo y la posibilidad de perderlo todo.
Prefiero a veces la seguridad de la esclavitud, como el pueblo judío que atravesando el desierto echaba de menos la comida de Egipto: “Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto, de los pepinos, lo melones, los puerros, las cebollas y los ajos. Y ahora nuestra alma se seca pues nada más que este maná ven nuestros ojos”. Números 11, 5-6.
El corazón se resiste a dejar aquello a lo que se apega. Como un seguro. Como una losa. Esa losa que cubre mi desnudez y mi pobreza. Pero en ella estoy seguro. No quiero salir fuera. Y eso que sé que como un muerto huelo.
Pienso en tantas cosas en mi alma que huelen porque no dejo que entre el aire fresco en mí alma. En mis sombras no brilla la luz. Llevo tiempo oliendo mal casi sin darme cuenta. Huele mal mi muerte interior cuando no tengo la vida de Dios en mí.
Le pido a Jesús que me ayude a levantarme y a salir de mi sepulcro. A veces los demás saben si huelo, antes que yo mismo. Me ayudan con sus palabras, con sus gestos. A verme en mi verdad. ¡Cuánto cuesta mirar cara a cara la propia verdad!
Quiero pedirle a Jesús que me dé vida en esta Pascua que viene. Quiero que su luz venza mi oscuridad. Que se abran las puertas de mi alma cerrada. Quiero que su amistad y su amor venzan en mí y acaben con mi olor.
Quiero que Jesús sea dueño de mi vida. Quiero resucitar con Él a la vida verdadera. Muchas veces me quedo en mi mezquindad y en mi muerte, y no avanzo. Quiero que me llame con fuerza para que salga de mi cueva cerrada en la que habita mi muerte. Quiero que venza en mí. Que me quite esa losa que no me deja ver.
Aunque luego echaré de menos la comida de la esclavitud. Y me acordaré de placeres que pasan tan pronto como llegan. No importa. Quiero salir y vivir una vida más verdadera.
[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación
[2] J. Kentenich, Envía tu Espíritu