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Cómo la primera experiencia con la muerte que tuvo mi hijo de 7 años estuvo profundamente impregnada de paz… e incluso alegría

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Godong / Robert Harding Premium

Kathleen Hattrup - publicado el 26/03/17

Nuestro encuentro accidental con un ataúd trajo a nuestro hogar la belleza de nuestra fe

Mi hijo y yo salimos corriendo a la misa matinal a principios de esta semana con la intención de pasar luego por el confesionario y tener nuestras almas limpias y ordenadas para el comienzo de la Cuaresma. Éramos segundo y tercera en una fila bastante larga y, después de salir del confesionario, nos sentamos en la oscuridad de la iglesia para hacer nuestra penitencia. Según parece el sacerdote me había mandado a mí más oraciones que a mi joven hijo, así que el muchachito ya estaba retorciéndose de inquietud mientras me esperaba. Le di permiso para ir a encender una vela en el fondo de la iglesia.

Cuando volvió (mi penitencia era larga), me informó de que parecía que iba a haber un funeral porque había un ataúd en la entrada. Me contó que había como una monja dentro porque tenía un rosario en las manos y algún tipo de velo sobre la cabeza.

Volví la mirada y vi que, efectivamente, había personal de una funeraria preparando el féretro. Le dije a mi hijo que nos pararíamos por el camino para decir una oración.

Terminé mi penitencia y avanzamos por el pasillo hacia la puerta principal. Cuando llegamos a la entrada, me di cuenta que mi hijo, desde su altura, había viso solo una parte del revestimiento del ataúd, que había confundido con el velo de una monja, y la punta de un crucifijo sobresaliendo de entre las manos del fallecido. De hecho, la persona dentro del ataúd era un hombre.

Cogí en brazos a mi hijo para que pudiera ver mejor y empecé a explicarle lo que estábamos viendo. Era la primera vez que veía un cuerpo sin vida (de hecho, para empezar no estoy segura de cómo ni por qué supo reconocer la caja negra como un ataúd), y observé su rostro cuidadosamente mientras le hablaba de que, una vez se marchan nuestras almas, nuestros cuerpos se quedan fríos y rígidos y toman un color poco natural.

Lo asumió todo con calma; ya entiende mucho del reino animal por sus dibujos animados de Los Hermanos Kratt y otros programas del estilo, así que reconoció que el cuerpo estaba empezando el proceso de descomposición… que empezaba a volver a ser polvo, ceniza, un fenómeno que sabe que destacamos el Miércoles de Ceniza con las cruces en nuestra frente.

Lo que llamó la atención de mi hijo fue que mis ojos empezaron a humedecerse mientras le recordaba que podíamos decir una oración por este señor… y pedirle también que rezara por nosotros y que saludara al abuelo Billy de nuestra parte. Mi hijo asintió, sin duda imaginándose a los dos señores que, tras superar la distancia de varios años y varios miles kilómetros, ahora se hacían amigos en el Paraíso.

“Bienvenido a casa, caballero”, recé ante el féretro con voz entrecortada, mientras pedía por él la misericordia de Dios y, confiando en esa misericordia, le pedía que intercediera por nosotros.

Te encomiendo, querido hermano mío, a Dios todopoderoso, y te confío a tu Creador. Que regreses a Él, que te formó del polvo de la tierra. Que Santa María, los ángeles y todos los santos acudan a recibirte…

Cuando nos marchábamos, me vino a la mente algo que escribió Benedicto XVI sobre otra gran época del año eclesiástico: la Navidad.

La venida de Jesús “no es una fábula para niños”, dijo el sabio pontífice. Es “la respuesta de Dios al sufrimiento de la humanidad en busca de la paz. ¡Él mismo será su paz!”.

La primera experiencia de mi hijo de 7 años con un cadáver y un féretro estuvo profundamente imbuida de paz… e incluso de dicha. Es lo que hace la fe por nosotros. Había algo del sentimiento humano natural de tristeza (una tristeza indirecta por la familia, ya que ni siquiera conocíamos a esta persona, y por la persistente tristeza desde que enterrara a mi padre hacía ya 16 años). Pero todo eso se veía ensombrecido por la tremenda certidumbre de que Dios mismo siempre estará con nosotros y que “Él [nos] enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir”, según nos dice Apocalipsis 21.

La fe no es un cuento de hadas. El Cielo y la Comunión de los Santos y la Resurrección del Cuerpo son algo real. Podemos aceptarlo con seguridad porque el Uno que es Verdad, el Uno digno de confianza infinita, así lo ha dicho.

La humanidad sufre y buscamos la paz. Morimos y lloramos a nuestros muertos. Pero Dios es nuestra paz. Y Él renueva todas las cosas.

Tomé la mano de mi hijo y salimos de la iglesia, agradecidos de ser creyentes.

“Me trasladó en espíritu a un monte grande y alto y me mostró la Ciudad Santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, y tenía la gloria de Dios. Su resplandor era como el de una piedra muy preciosa, como jaspe cristalino”.

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