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Macky Arenas - publicado el 23/03/17

El obispo mártir venezolano Salvador Montes de Oca, un corazón valiente camino de los altares

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El papa Pío XI tuvo una premonición cuando lo recibió en Roma, a donde había llegado expulsado de su patria, Venezuela. Cuando el obispo se disponía a ponerse de rodillas ante el pontífice, éste, tomándolo a la altura de ambos codos se lo impidió diciéndole: “Un mártir de la Iglesia católica no se arrodilla ante el Papa”.

¿Algún alerta divino le hizo ver lo que esperaba al obispo que humildemente pretendía hincarse ante el Santo Padre? Nunca lo sabremos pero lo cierto es que, visto desde hoy, cuando monseñor Salvador Montes de Oca camina hacia el reconocimiento de su santidad por parte de la Iglesia a la que tan fielmente sirvió, resulta impresionante imaginar aquella escena.

Montes de Oca fue el segundo obispo de la ciudad de Valencia, situada apenas a dos horas de viaje desde Caracas. En realidad, había nacido en el seno de una tradicional y muy católica familia de Carora, Estado Lara. Tierra fértil, famosa por su ganado, su nata y sus quesos, de gente conservadora y apegada a su lugar, los Montes de Oca son allí una estirpe de arraigo y sólida reputación de trabajadores insignes.

Gran orgullo sentían los padres por el hijo sacerdote. Lo formaron en el respeto a los valores cristianos y en la consecuencia con los principios humanistas. Seguramente fue la razón íntima que lo condujo al sacerdocio y más tarde al martirologio que le arrancó la vida a los 42 años de edad.

Recordado con el más puro y sincero de los cariños por sus contemporáneos, hoy goza de la admiración de una Venezuela expectante que sigue atentamente la evolución de la causa, presentada formalmente hace pocos días en la diócesis que tanto lo amó y extrañó.

La información acerca de este inolvidable obispo -cuya estatua de bronce, financiada centavo a centavo por los valencianos, engalana una plaza de la capital carabobeña- circula profusamente después de años encerrada en los libros de historia. Un hombre de Dios, respetado hasta por los comunistas, quienes le agradecen haber dispensado cristiana sepultura a uno de sus líderes, Joaquín Mariño, en abierto desafío al régimen que aseguraba era un suicida, teniendo monseñor la certeza de que había sido maltratado hasta la muerte.

Estupefactos, los venezolanos de esta generación escuchan una conmovedora historia de entrega, primero a su diócesis, luego a los designios misteriosos de la Providencia al salir expulsado de Venezuela en 1929 y, finalmente, al martirio por haber escondido a inocentes perseguidos del nazi-fascismo que ocultaban en la Cartuja Farnetta de Lucca (Italia, 1944).

En poder de los asesinos, monjes fueron valientes. Sobrevivientes de la masacre relatan cómo fueron llevados a Monte Magno y, después de salvajes torturas que padecieron durante seis días, fueron obligados a cavar sus propias tumbas para finalmente fusilarlos.

Cuentan que el obispo venezolano, con experiencia en tiranías como la de Gómez donde “las paredes oyen”, los alertó acerca de la presencia de un oficial nazi que pidió refugio en La Cartuja. Era un infiltrado alemán.

Algo hizo desconfiar a Montes de Oca y lo manifestó al Prior pero se presentó el dilema: ¿Iban a echarlo y abandonarlo a su suerte por una sospecha? ¿Y si era en verdad un desertor en peligro? A los pocos días desapareció y volvió, pero con un comando de asalto que ejecutó el crimen.

Cuentan que el único entre ellos latinoamericano, con el rango jerárquico de obispo -el cual había dejado para vivir como un monje más con el nombre de “Bernardo”- era quien los animaba a resistir, a no ceder al chantaje de abjurar de su fe y aceptar el sufrimiento como el camino que pronto los llevaría a Dios. Fueron ejecutadas unas 30 personas y se dice que el Prior Brintz y Bernardo fueron fusilados los últimos.

Semanas más tarde los aliados harían su entrada en Italia. Los monjes habían quedado irreconocibles por causa de las torturas. Los cuerpos de Montes de Oca y del Prior Brintz fueron incinerados por órdenes del comandante norteamericano, el primero que llegó al lugar, por temor a epidemias, permaneciendo desaparecidos hasta que se hallaron y exhumaron el 7 de febrero de 1947.

En una de las tumbas descubrieron un cráneo cubierto con las páginas de un libro: “Era el Breviario de Monseñor Montes de Oca. El padre Luis Rotondaro lo reconoció, por eso fue identificado” según revelación del historiador José Napoleón Oropeza.

A Venezuela llegó un sayal ensangrentado, alguna osamenta y el breviario. Fue recibido por Andrés Eloy Blanco, el más popular y amado de los poetas venezolanos, gran amigo de Monseñor Montes de Oca, quien lo animaba y le dedicaba oraciones mientras permaneció preso durante aquella larga y férrea dictadura en el Castillo de Puerto Cabello.

Monseñor recogía en su automóvil a los jóvenes estudiantes cuando eran liberados. Uno de ellos era precisamente Andrés Eloy Blanco, quien refirió el suceso en la Asamblea Constituyente de 1947.

Los avatares de aquellos tiempos hicieron que el padre del obispo se enterara meses después. Al recibir la noticia, los familiares refieren que la barbilla le temblaba por el fuerte impacto. Pero no lloró. En lugar de eso, comenzó a llamar a todos en la gran casona: “¡Vengan a la capilla! Vamos a dar gracias porque el Señor nos ha concedido el privilegio de tener un mártir en la familia”. Un testimonio de fe y confianza en Dios de Don Andrés Montes de Oca, este gran Abraham criollo.

Monseñor Montes de Oca recibió honores póstumos en la Catedral de Lucca y en la Iglesia de los Sacramentinos, en Roma. Sus restos fueron trasladados a Venezuela, arribando el 11 de junio de 1947. Desde el día 15 de ese mes, reposan bajo el presbiterio de la catedral de Valencia.

El vardenal Baltazar Porras Cardozo, fundador y presidente de la Fundación Monseñor Montes de Oca, ha sido uno de sus biógrafos más consecuentes. Razones de sobra para confiar en que la causa tendrá en él a un gran motor.

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