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No minimices tus pequeñas cruces y pequeñas molestias, Dios no lo hace

¿Qué significa tomar la cruz de cada día?

Editora Cléofas

Anna O'Neil - publicado el 19/03/17

Que otros lo estén pasando peor que tú no significa que tu sufrimiento no importe.

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Febrero parece que se va a llevar la palma este año. Por las mismas cosas de siempre: claustrofobia, catarros, carreteras heladas y unas cuantas cosas más, cada una contribuyendo con un poquito más de frustración. Pero como todas son cosas menores, no les concedía demasiada importancia. Suponía que todo lo que necesitaba era una buena charla para volver a buen cauce: “Tienes que recobrar la compostura. Después de todo, hay gente en peores condiciones, personas que viven en la calle, que están más enfermas, solas y frustradas que tú. ¡Tienes que ver las cosas con perspectiva!”.

Sin embargo, eso de la perspectiva es una trampa. Parece un argumento convincente: si te esfuerzas realmente en recordar el sufrimiento de otras personas, te centrarás en la gratitud hacia tus propias bendiciones y no prestarás tanta atención a lo que va mal en tu vida. Tu sufrimiento encogerá en comparación al dolor que experimentan otros. “Lloraba porque no tenía zapatos”, decía la escritora Helen Keller, “hasta que conocí a un hombre que no tenía pies”. Sé a lo que se refiere, de verdad, pero hay que tener cuidado con esta idea de que solo hace falta un poco de perspectiva para reemplazar una afección por una radiante gratitud.

Y es que en realidad, la cosa no funciona así. No en la práctica.

Las palabras de Keller son estupendas para recordar que a veces es cierto que nos regodeamos haciendo una montaña de los granos de arena de nuestros diminutos problemas. Por alguna razón encontramos placer en hacer una bola cada vez más grande hasta sentir que estamos a solo un peldaño del heroísmo de los mártires. Un proverbio como el de Keller te recuerda que no eres el único que lo pasa mal y que la autocompasión es un terreno resbaladizo con afiladas rocas al final de la caída.

Pero ¿confiar en que traer a la mente el sufrimiento de los demás sea suficiente para que de alguna forma el tuyo desaparezca? No es así como funciona.

De hecho, lo que consigue este patrón de pensamiento es convencerte de que tus propios sufrimientos no cuentan. Que el sufrimiento no es real. Que en comparación con los demás, no estás a la altura. Infunde el furtivo hábito de compararte con las demás personas, así que en vez de reconocer tu dolor y llevarlo ante Jesús, terminas diciendo: “Esto no cuenta, porque Fulanito de Tal está peor que yo”, y luego te sientes mal por estar tan triste al respecto.

Sin duda es una perspectiva, pero no es la perspectiva de Dios. Dios es Amor y también es Verdad. No quiere que inflemos ni exageremos nuestro sufrimiento, porque no es algo que refleje la realidad, así que no le va a hacer ningún favor a nadie. Pero por la misma razón, tampoco quiere que desestimemos ese sufrimiento, menor o no. No quiere que acabemos diciendo: “Este día no ha sido tan malo en realidad porque no ha muerto nadie”. Si ha sido un mal día, entonces tiene su importancia. Si Dios, el Dios de la Verdad, ve nuestro sufrimiento como real e incluso valioso, entonces nosotros también deberíamos verlo así.

Dios nos encuentra a cada uno de nosotros de forma personal. Dios no raciona su amor hacia nosotros en proporción al grado en que estemos en la escala de dolor. No te dice: “Bueno, no sufres tanto como Menganito, así que no te voy a hacer mucho caso”. Ni siquiera dice: “Este sufrimiento es muy temporal. Estoy a punto de intervenir y hacerlo desaparecer, así que en realidad no importa”. No. Siempre importa. A Dios siempre le importa. Es lo que tiene el amor. Cuando Jesús se enteró que su amigo Lázaro había muerto, lloró, aunque sabía perfectamente que unos pocos días iba a dejar a Lázaro sano como una manzana y que todos los que dolían su muerte podrían regocijarse de nuevo.

La perspectiva de Dios es amor, no comparación. Y el amor es como el fuego: empieza por una pequeña chispa y se extiende por todos los lugares que pueda. Lo extraordinario es que, cuando aprendemos a aceptar nuestro propio sufrimiento, sin exagerarlo ni infravalorarlo, nos volvemos más compasivos también hacia el sufrimiento de nuestros hermanos y hermanas.

Todos sabemos que, por tentador que sea, compararnos con las virtudes de los demás no le hace ningún bien a nadie. La madre cuya casa está mucho más ordenada que la tuya, el hombre que es mucho más intrépido, el amigo que es mucho más listo… ellos tienen sus virtudes y nosotros las nuestras. Sabemos que deberíamos intentar evitar que ese tipo de comparaciones nos haga minusvalorarnos. Así que, por el mismo motivo, aprendamos a no comparar nuestros sufrimientos. Todo sufrimiento importa y todo sufrimiento, por pequeño que sea, puede unirse al valor del sufrimiento de Cristo para curar al mundo.

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