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Ese pecador en el espejo: Cómo empecé a entender al papa Francisco

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Leo Hildalgo CC

Daniel Schwindt - publicado el 10/03/17

Un crítico de sentimentalismo "suave" se convierte a la Iglesia como hospital de campaña para almas heridas

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Las personas con un temperamento como el mío tienen dificultades para entender al papa Francisco. Aborrecemos el sentimentalismo y encontramos paz en el orden racional y preciso de la doctrina. A veces nos denominamos “tomistas”, como una suerte de proclamación inconsciente de nuestros prejuicios. Valoramos la verdad objetiva del Evangelio y de ahí obtenemos nuestra paz mental.

Francisco no nos complace. De hecho, a veces parece que intenta activamente frustrarnos al ignorar lo que más valoramos. Su personalidad, sus declaraciones —el sentido general de su papado— nos esquivan al tiempo que quedamos alineados por una perspectiva que parece caótica e incluso en abierta contradicción con el sistema hermosamente elaborado de verdades teológicas, que tanto apreciamos.

Así que, una vez más, la gente como yo tiene problemas con Francisco. Yo mismo he tenido mis dificultades con Amoris Laetitia tratando de entender cómo es posible que divida a la Iglesia en el asunto de la Comunión para los divorciados y los casados de nuevo. ¿Es que no se había dado ya respuesta a esta pregunta? Y si ya se había respondido, ¿cómo se atreve a asumir la tarea de alterarla? ¿Se da cuenta de lo que significaría un acto semejante?

Empecé a revisar las encíclicas pertinentes y una serie de documentos varios. Reflexioné largo y tendido. Luego sucedió algo que me sacó del reino sublime del intelecto. Algo muy simple: me miré al espejo. Y al ver mi reflejo ante mí, recordé quién soy y quién era hace 10 años.

Recuerdo que en aquella época de mi vida —a los 22 años más o menos— acababa de tener una profunda experiencia de “conversión”. Como resultado, me había decidido —con la mayor de las vehemencias— a vivir una vida cristiana y servir a Dios de alguna forma.

Solo había un impedimento: era un borracho. Todas las noches bebía whisky barato, y a montones. Todas las mañanas me despertaba en el suelo de la cocina, o en el del dormitorio o en el del dormitorio de alguien o en mi coche en alguna extraña carretera secundaria de Kansas.

Llegaba a trabajar a tiempo, siempre puntual, porque los borrachos ocultos son excelentes trabajadores. En el trabajo, contaba los minutos hasta que llegaban las 17h y luego volvía a las andadas, una y otra vez. Viví de esta forma durante cinco años seguidos, sin interrupción.

Desde el momento de mi conversión traté de parar. Me habían condicionado todos esos “testimonios” —tan queridos por la cristiandad contemporánea— en la creencia de que debido a que había llegado hasta a Dios de forma sincera, la sobriedad era una consecuencia inmediata.

Pero no lo fue. Con esto quiero decir que en un momento particular de mi vida y dentro de las circunstancias en las que me encontraba, la sobriedad era imposible.

Sí, sé lo que se dijo en el Concilio de Trento: “Si alguno dijere que los mandamientos de Dios son, aun para el que está justificado y constituido en la gracia, imposibles de guardar: que sea anatema” (Canon XVIII).

Y estoy de acuerdo. La sobriedad siempre fue una posibilidad objetiva. Alguien externo podría haberme indicado una decena de caminos hacia la sobriedad. Pero subjetivamente, en términos de mi experiencia vivida, yo estaba atrapado. Me confesaba, lloraba, me enfurecía, bebía. No podía parar y Dios escogió no pararme. La mía no era una historia de transformación estilo “Camino a Damasco”, aunque yo lo quisiera así.

Así que la pregunta era: “¿qué iba a hacer la Iglesia conmigo?”. ¿Debí haber recibido la Eucaristía? ¿Bajo qué términos?

Me parecía que, sin duda alguna, yo vivía una situación objetivamente pecaminosa. Lo sabía. Me confesaba constantemente, pero nunca era suficiente. Discutía sobre el tema con mi sacerdote y nos embarcamos en un régimen sacramental errático. De esta forma podía recibir la Eucaristía, ocasionalmente. Pero era agotador.

Por fin, el sacerdote me llamó a que me sentara junto a él e intentó explicarme una cosa. Me dijo que le resultaba sobradamente evidente, y sin duda alguna a Dios también, que yo deseaba cambiar mi situación y conseguir estar sobrio. Y que debido a esta intención, podía recibir la Eucaristía con una conciencia clara incluso si no había sido capaz de confesarme ese día. Haz lo que puedas, confiésate cuando puedas, acepta la Eucaristía con humildad y fe.

No le creí. Quería aceptar su solución —su solución pastoral y misericordiosa—, pero debido a mis lecturas jurídicas sobre los papas y la doctrina de la Iglesia, no podía. Y no quería que se hicieran excepciones conmigo.

Por desgracia, no podía continuar sentándome aislado en los bancos. La Eucaristía es el corazón de la misa y yo estaba alienado de ella. Desde mi punto de vista, yo era un católico incapaz de ser católico. Terminé por sentirme “proscrito” por la Iglesia, así que me desterré yo mismo. Y durante mucho tiempo estuve alejado.

Llegados a este punto, el lector estará interpretando lo que he contado de varias maneras. Quizás me esté justificando. Quizás esté cayendo en el sentimentalismo, tratando de evocar una respuesta emocional del lector para poder disimular una herejía. Tal vez.

Pero el hecho es que yo mismo me distancié de la Iglesia durante años debido a que lo que pensaba que sabía de la Iglesia me decía que no podía aceptar a una persona atrapada en lo que esta persona consideraba un pecado mortal. Sabía que la Iglesia podía acoger a alguien que había cometido un pecado mortal, pero no una persona que lo estaba cometiendo y que probablemente continuara cometiéndolo en el futuro próximo.

Ese era el límite que yo había determinado para la capacidad de aceptación de la Iglesia. Mi sacerdote trató de explicarme que no era así, pero yo tenía que verlo en la Iglesia en general, y no lo veía.

Ahora escucho al papa Francisco decir al mundo lo que aquel sacerdote intentó decirme. Sí, Francisco habla de “matrimonio irregular”, que sin duda no es lo mismo que la embriaguez diaria. Pero al igual que el alcoholismo, los matrimonios irregulares representan circunstancias desafortunadas de las que es inmensamente difícil liberarse.

Y en relación a tales circunstancias, el papa Francisco tiene un mensaje que necesita ser escuchado desesperadamente, el mensaje de que el abrazo de la Iglesia no tiene límites. Valores, sí, pero no límites.

Es decir, hay valores, principios objetivos de moralidad que enseña la Iglesia y la Iglesia usa esos principios para guiar sus juicios; pero esos principios nunca tienen la última palabra en casos particulares. Casos como el mío, por ejemplo, o casos de divorciados y casados de nuevo. En estos casos, hay algo más en juego. Lo subjetivo y lo objetivo han de combinarse.

Recordemos, por ejemplo, que la Iglesia enseña que los niños nacen manchados por el pecado y que el Bautismo es necesario para la salvación. Cierto, sin duda, y esto es doctrina. Pero tampoco es la última palabra, porque inmediatamente después de esta declaración en el Catecismo, se dice que debido al amor de Cristo, no tenemos que decir que esos niños están condenados. Dios es misericordioso y su misericordia es más veloz que nuestro pecado. El pecado no tiene la última palabra.

¿Quiere decir esto que la Iglesia tenga que desechar sus principios relativos al divorcio, el adulterio y la Eucaristía? Claro que no. Y tampoco debería desechar la Iglesia sus declaraciones sobre la embriaguez. Lo que sugiere Francisco no es más que lo que implica el ejemplo del bautismo infantil: que nuestros valores objetivos no tienen la última palabra en lo referente a la culpabilidad individual.

La última palabra debe ser personal, o sea, debe ser una aplicación pastoral de la norma, caso por caso, tal y como trató de hacer conmigo aquel sacerdote hace años. El papa Francisco no intenta reescribir la doctrina. Intenta sugerir que mi sacerdote tenía razón.

Ahora, por supuesto, estoy sobrio y vivo lo que podría considerarse una vida de “relativa virtud”. Ya no siento la necesidad constante de la compasión de Cristo y me resulta más fácil recibir la Eucaristía.

Ahora bien, a veces sigo teniendo problemas para entender a Francisco. Hasta que me miro al espejo y recuerdo que la Iglesia es un hospital de campaña para almas heridas. Aunque hay “procedimientos estándar” para el tratamiento de los heridos de guerra, ni que decir tiene que cada herida es única y que la última palabra siempre la tiene el médico. Y así debería ser.

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