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Cuando poder, placer y poseer atraen… ¡no me dejes Jesús!

© Beshef

Carlos Padilla Esteban - publicado el 05/03/17

Tentaciones: ¿Seré capaz de mantenerme firme en medio de mis tormentas interiores?

Me conmueve pensar en el camino de Jesús en el desierto al comenzar la Cuaresma. Jesús es conducido al desierto y allí se le acerca el tentador: “En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo”.

Jesús fue llevado al desierto. Una voz en su corazón le invitó a irse. Se dejó llevar. Cedió al Espíritu y fue a buscar el querer de su Padre en la soledad del desierto. Para estar más solo. Para hablar con su Padre de tantas preguntas que han ido creciendo en su corazón.

Jesús oró a su Padre. Ese tiempo de intimidad con Él sería la roca de su vida. Miró su alma, donde estaba grabado el rostro de su Padre. Es el Hijo de Dios, y su vida sería llevar a los hombres al Padre y mostrarles su rostro.

Tal vez por eso necesita un tiempo para mirar en lo más hondo de su corazón. Necesita el desierto. Para estar a solas con su Padre. Un tiempo para caminar bajo el cielo ancho y la arena, sin nada que lo distraiga. Sola su alma. El cielo del desierto, miles de estrellas.

Me impresionan las tentaciones de Jesús. Fue tentado. En su soledad se acerca el tentador y se encuentra con el corazón más sagrado: “Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo”.

Vivió el límite de lo humano. Él vivió mis preguntas, mi grito del alma, mis miedos, mis dudas. Él también fue tentado. Eso me conmueve y me hace amarlo más. Y sé que en cualquier momento de mi desierto me puede comprender.

Jesús sufrió el hambre y en su debilidad sufrió la tentación. Pienso en mis propias tentaciones en mi camino de vida. El desierto se puede convertir en lugar de tentación. El alma se debilita.

Hoy se acerca el tentador a Jesús, a aquel que no tiene pecado. A aquel que no está roto por dentro. Eso me impresiona. Hasta Él fue tentado. Él, que sólo era capaz de hacer el bien y de dar amor. Él que sólo podía dar la vida por sus amigos. Él, que no ambicionaba el poder de los hombres, ni deseaba esos bienes que el hombre anhela. Él, que estaba unido a su Padre en lo más profundo de su alma de hombre.

Viene a Él cuando tiene hambre en el desierto. Cuando experimenta la necesidad. Cuando sufre en medio de la vida. A Él se acerca el tentador para ofrecerle lo que no ambiciona.

Viene a mí también el tentador, a mi desierto. Llega a mi propia soledad. Allí donde callo me habla la voz que quiere seducirme. Y sabe que yo soy frágil. Conoce mi debilidad y mis heridas. Sabe de mis divisiones internas, de mis codicias y deseos, de mi orgullo y de mi vanidad.

“El hombre, aun en las peores circunstancias, nunca escapa por completo a la vanidad”[1]. El tentador ha visto mis sombras y mi pobreza, y me seduce. Con esa voz que chirría en mi alma. Esa voz inquietante, sigilosa y seductora. Busca engañarme, busca mi flaqueza.

Lo hace en medio de mi desierto, cuando tengo hambre, cuando tengo sed. Allí soy tentado, cuando estoy solo, sin ayuda. Allí me asusta ser tentado porque no me veo con fuerzas para resistir la tentación. Me siento frágil. Me faltan las fuerzas.

Me siento débil para decir que no, para resistirme a su voz seductora. Me inquieta que se acerque hasta mí el tentador. ¿Seré capaz de alejarme yo de él y salir indemne de esa lucha? No lo sé. ¿Seré capaz de mantenerme firme en medio de mis tormentas interiores?

Me cuesta verlo. Toco mi fragilidad tantas veces probada. Acaricio mi herida honda en lo más profundo de mi alma. Esa herida de amor que tan bien conozco. La tentación me atrae en mi carne, me seduce en mi orgullo herido.

Soy tentado en el poder que me perturba. En el placer que me inquieta. En el poseer que me despierta. Las tres realidades que me llaman cada día, cada noche de mi andar por el desierto. Las tres tentaciones encuentran eco en mi sed, en mi hambre, en mi soledad, en mi desierto.

Sé muy bien dónde voy a ser tentado cada día. Me conozco, conozco mi herida. Y tal vez por eso me asusta tanto ese desierto de las tentaciones. Cuando el tentador se aproxima a mí sin que yo lo vea. Oculto en la luz del día. Presente en la oscuridad de la noche.

Siempre soy tentado por él que me conoce tan bien. Y sé que con frecuencia caigo al ser tentado. ¿Dónde están mis debilidades reconocidas y aceptadas? ¿Cómo me tienta a mí el tentador? Creo que soy muy fácil en sus manos. Me faltan defensas.

Al comenzar este tiempo de conversión entrego a Jesús mi debilidad. Sé que no puedo resistir muchas veces la tentación. No venzo. Caigo. No me siento fuerte. Me falta estar anclado en lo hondo del corazón de Dios. Tener más fe. Más confianza. Le pido que no me deje en mi desierto.

[1] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)

Tags:
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