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Me estremecí de miedo ante Dios que iba a “convertirme” en monja

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Jeffrey Bruno

Casey McCorry - publicado el 03/03/17

... hasta que recibí una lección muy necesaria de que hay más de una manera de crecer en santidad

“Querida”, murmuraba la señora desconocida que veía ocasionalmente en la adoración eucarística, “¡serías una monja magnífica!”.

Articuló su proclamación, gratuita, como una profeta. Esforcé una sonrisa y luego me escabullí.

Fantástico, pensé. Otra señal. Dios continúa mandándome señales —nunca un ángel ni nada por el estilo—, pero sí muchos indicios de su voluntad para mi destino.

Detestaba la idea. Me sentía estrangulada por esa persistente vocación que se había convertido en mi angustia diaria. Cada semana que pasaba era solo tiempo prestado que Dios me entregaba antes de “aprisionarme” en un convento y cubrirme con un hábito.

Quince años de educación en una escuela católica me habían concedido 15 “semanas de vocación” anuales con mis hermanas y sacerdotes ofreciendo charlas sobre cómo “yo antes era como tú. Nunca pensé que me convertiría en sacerdote/monja hasta que un día…”.

Todos los años, sabía que me hablaban directamente a mí. Todos mis héroes y heroínas santas eran hombres y mujeres que sacrificaron sus vidas por Cristo, literal y figuradamente, con sus hábitos correspondientes.

Creía en esta “cruz” de mi vida religiosa hasta tal punto que me avergonzaba. Recuerdo tristemente haber puesto boca abajo revistas sobre bodas en los supermercados para no tener que mirarlas. Se me llenaban los ojos de lágrimas cuando sostenía algún bebé en brazos.

Entendí que mi entrada en la sala de emergencias del hospital Saint Joseph era una “señal de Dios” para que me uniera a las Hermanas de San José.

Y yo me estremecía en oración ante este mi Dios que yo creía que me iba a convertir en una monja.Empecé a sentir vergüenza por mis deseos de matrimonio y maternidad. Empecé a sufrir y padecer porque este Dios que supuestamente había de amarme me iba a imponer esta vocación… para santificarme.

Yo no era capaz de ver a los santos y santas de la vida diaria en mi entorno, esas personas que encontraban la santidad a través de los pañales, que se tragaban el sarcasmo y compartían coche para ir al club de ajedrez.

La peor consecuencia de todo esto era que me había distanciado del Padre, quien había traído paz a mi mente. Y no conseguía crecer en amor a Cristo y aprender quién es Él realmente. No conseguía entender que mi Padre es un Dios de amor profundo, aparentemente irracional, hacia mí, y que sostiene delicadamente en sus manos los deseos más hondos de mi corazón.

Yo seguía poniendo a Dios en segundo plano y me empecinaba tozudamente en mis propias convicciones sobre la vida religiosa. Después de graduarme en la universidad, llevé mi “discernimiento” al siguiente nivel y me mudé a un convento con hermanas religiosas, motivada totalmente por mi actitud de “acabemos con esto de una vez”.

Recuerdo la expresión perpleja en la cara de la hermana que me dio la bienvenida a su hogar y me escuchó explicar: “Bueno, Dios me está haciendo ser monja, así que supuse que tendría que aguantar el chaparrón”.

Después de cuatro meses con estas hermanas, recuerdo una de las reuniones con mi directora espiritual, una fiera irlandesa menuda con el arrojo de una veinteañera. Estábamos conversando sobre mi futuro en el convento. ¿Qué sentía al respecto? ¿Qué deseaba? ¿Qué me trajo aquí? ¿Qué había aprendido con la oración?

Mis respuestas seguramente fueron una enorme y desconcertante pérdida de tiempo para la pobre mujer. Pontifiqué sobre mi “gran vocación”, sobre cómo el objetivo de la santidad me había motivado desde muy temprano, junto con la creencia de que la vida religiosa era el único camino verdadero hacia la santidad; sobre cómo de hecho soy bastante religiosa, al contrario que la gente de hoy en día, por lo cual simplemente sé que Dios me llama a ser grande.

Suponía que estaba causando una gran impresión a mi interlocutora con mi devoción contracultural. Cuando terminé mi discurso, me miró con cara de divertida contención. Se produjo una pausa larga.

“No, querida, no tienes por qué ser monja”. Sus palabras dulces e inesperadas no me advirtieron del inminente gancho de izquierda. “Y si crees que la Iglesia o Dios te necesitan, por favor, haznos un favor y no te conviertas en monja”.

Y ahí, con mi ego bajado a la altura de los tobillos, fui libre de encontrar mi verdadera vocación, mi vocación de enamorarme de Dios.

Porque lo que no conseguía ver era que las hermanas, los hermanos, los sacerdotes, los casados, todos buscaban sencillamente el mejor medio para enamorarse de Dios. Su vocación era simplemente el modo a través del cual buscar su intimidad celestial. No era el fin, era el medio. Había pasado por alto el meollo de la cuestión.

No me había dado cuenta de que desde la más profunda fibra de mi ser, desde el vientre de mi madre, Dios me había diseñado con la vocación de amarle, simplemente, y todo lo que tenía que hacer era buscarle y, así, encontrar mi santidad.

Pensaba que Dios me arrastraba hasta el convento, entre mis pataleos y llantinas. En vez de eso, debí haber estado corriendo contra viento y marea hacia Él. Y allí, en la intimidad quieta de nuestro amor, me diría: “Casey, tengo algo glorioso para ti”.

Y así fue.

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