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Cómo no desanimarse ante los propios límites

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 03/03/17
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Que el amor humano sea imperfecto no significa que sea falso o que no sea realEstoy convencido de una cosa, no soy totalmente bueno. Parece evidente. Pero no siempre me resulta fácil aceptarlo. Sé que en lo más profundo de mi corazón se mezclan los sentimientos.

Me gustaría hacer cosas grandes, subir altas cumbres, navegar mares profundos. Pero una y otra vez me conformo con las cosas pequeñas, no avanzo y soy mediocre.

Creo que soy alegre. Que tengo capacidad para disfrutar la vida. Y tantas veces más tarde, en el devenir de los días, no soy tan alegre como quisiera. Y si mi estado de ánimo no es bueno por ciertas circunstancias, yo no ayudo a mejorar las cosas con mi sonrisa.

Pienso que soy flexible, al menos es lo que yo creo, pero luego soy más rígido que una barra de hierro. No me dejo tocar, no me dejo moldear. Digo que soy sociable pero luego no me abro con facilidad a nadie. Digo que soy generoso pero luego vivo buscando de forma egoísta mi bienestar.

Digo que me gusta rezar pero luego me lleno el corazón de ruidos, no desconecto nunca, y siempre tengo algo que hacer antes que permanecer callado y en silencio. Digo que estoy dispuesto a besar la cruz de Jesús, mi propia cruz en medio de la vida, pero luego rehúyo rápidamente cualquier posible sufrimiento.

Digo que estoy dispuesto a todo lo que Dios me pida o me mande, pero luego soy el primero en negarme a hacer lo que otros no pueden o no quieren hacer. Digo que me gusta servir pero siempre espero el reconocimiento de los demás y mi servicio suele ser interesado.

Digo con vehemencia que es malo criticar porque envenena el alma. Pero luego soy el primero en hablar mal de otros. Digo que quiero a Jesús, que lo amo con locura, pero luego no sé verlo en los que más sufren, en los que tengo más cerca, en los que me suplican compasión cada mañana.

Debe ser que no acabo de reconocer en mi interior esas sombras con las que convivo: “Todo hombre lleva en su interior cosas buenas y malas, la luz y la sombra. No nos gusta reconocer el lado oscuro de nuestro interior. Reprimimos nuestros aspectos sombríos desplazándolos hacia el subconsciente y nos creamos una imagen propia, compuesta únicamente de cualidades positivas. Poco a apoco nos vamos convenciendo de que somos como desearíamos ser[1].

Tengo luces y sombras en el interior de mi corazón. Así lo expresaba el papa Francisco hablando del amor conyugal: “Todos somos una compleja combinación de luces y de sombras. El otro no es sólo eso que a mí me molesta. Es mucho más que eso. Por la misma razón, no le exijo que su amor sea perfecto para valorarlo. Me ama como es y como puede, con sus límites, pero que su amor sea imperfecto no significa que sea falso o que no sea real. Es real, pero limitado y terreno. Por eso, si le exijo demasiado, me lo hará saber de alguna manera, ya que no podrá ni aceptará jugar el papel de un ser divino ni estar al servicio de todas mis necesidades. El amor convive con la imperfección, la disculpa, y sabe guardar silencio ante los límites del ser amado”.

Quiero aceptar mis sombras, mi oscuridad, mi pecado, mis límites. Tengo una capacidad limitada de amar. Pero no por ello mi amor no es verdadero. Tengo una limitada capacidad para seguir a Jesús, pero eso no indica que no lo quiera seguir.

Quiero aceptar mis límites y reconocer que estoy lejos del que sueño con llegar a ser. Y a la vez estoy cerca porque confío. Porque creo en el poder de Dios trabajando sobre mi barro. Esculpiendo. Moldeando.

Pero no quiero reprimir lo que no acepto en mí para que no enturbie el ideal que mueve mi alma. Quiero ser capaz de verme tal como soy. Porque sé que eso me libera. Lo tengo claro: puedo ser un gran santo o un gran impostor. Un hombre bueno o un hombre superficial y egoísta.

Está en mis manos. Estoy en las manos de Dios. Sé que toda mi vida me moveré sobre esa cuerda floja de la vida agarrado a la esperanza. Confiando en las manos de Dios mientras me guía los pasos. Paso a paso. Lentamente. Reconociendo mi luz. Aceptando mi noche. Despertando a la vida y no dejándome llevar nunca por el desánimo. Puedo hacerlo. Él puede hacerlo dentro de mi alma.

[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52

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