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Logan: Los últimos días de Lobezno

Tonio L. Alarcón - publicado el 24/02/17

Inspirándose libremente en el cómic El viejo Logan, James Mangold le ofrece a los fans del superhéroe mutante una especie de canto de cisne

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En X-Men: Apocalipsis se daba una situación, como mínimo, extraña: en su preceptivo cameo sin acreditar, Hugh Jackman dejaba entrever su atracción por Jean Grey, allí interpretada por Sophie Turner, y la más que evidente diferencia de edad entre ambos lo convertía –sin que fuera, en absoluto, la intención de Bryan Singer– en un momento incómodo. Lo que, más allá de evidenciar el cansancio artístico del australiano, también subrayaba la naturaleza del propio Lobezno casi como una reliquia, una figura representativa de un concepto del superhéroe cinematográfico ya caduco.

La década y media transcurrida desde la primera X-Men, y la auténtica explosión del subgénero que hemos vivido en los últimos años, ha hecho envejecer de forma prematura a aquella incursión casi avergonzada de Singer en el universo mutante, superada tanto por el flanco de la sobriedad –por la trilogía de Batman de Christopher Nolan– como por el de la pura diversión pulp –por cualquier filme de Marvel Studios–.

De ahí que Logan no sea solamente una despedida de Jackman como la que, hasta ahora, ha sido la gran estrella de la franquicia, sino también de una concepción de la misma que, en la mencionada Apocalipsis, daba ya evidentes signos de fatiga creativa.

No es casual, en ese sentido, que la mayor parte de la acción del largometraje gire alrededor de dos fronteras estadounidenses –la de México y la de Canadá–, pues el director, James Mangold, y sus guionistas, Scott Frank y Michael Green, vuelven a utilizar a los mutantes como metáfora de los desclasados, de los oprimidos.

Pero distanciándose de las lecturas superficiales de Singer para incidir, en este caso –y a partir de un futuro cercano aparentemente distópico–, en la desesperación de las nuevas generaciones, devoradas por el afán crematístico del neocapitalismo, y su necesidad de encontrar una guía, un líder que les dé una bocanada de esperanza.

Quizá uno de los detalles más hermosos del largometraje reside en que quien les proporciona esa visión de futuro no es el propio Lobezno, demasiado debilitado por una enfermedad terminal para ejercer como tal, sino su mito, su estatus heroico, corporeizado en un viejo cómic –dibujado por Dan Panosian– que representa esa estilización pop que la franquicia había evitado hasta X-Men: Primera generación, y a la que Logan, en su intención de mantenerse fiel a ese tono original, le da la espalda de forma plenamente consciente.

De hecho, Mangold ha elegido no suavizar, por primera vez dentro de la serie, los efectos de la violencia ejercida por su protagonista, mostrando, con toda la crudeza que permite un blockbuster de estudio, las heridas y las mutilaciones que causan sus garras de adamantium.

Logan quiere ser, de hecho, un western con superhéroes –de ahí las referencias, en absoluto sutiles, a Raíces profundas–, pero a su estructura de road movie en continuo movimiento le falta una mayor concreción. Resulta evidente que, más allá del material aprovechado de la serie limitada que ha inspirado el filme, El viejo Logan, Mangold y Jackman tenían muchas ideas que volcar –algunas realmente brillantes, incluso provocativas, si bien no todas están bien desarrolladas a nivel dramático–, pero eso produce una dispersión argumental que transmite la sensación de que, en realidad, más que lo que querían contar, lo único que tenían claro era cómo querían contarlo: con un aroma seventies que promete mucho más de lo que acaba proporcionando.

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