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Carlos Padilla Esteban - publicado el 18/02/17

"Gracias por hacerme pequeño, para necesitar cada día tu misericordia..."

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A veces me cuesta entender que lo pequeño pueda ser el origen de algo muy grande. Decía el padre José Kentenich: “¡Cuántas veces en la historia de la salvación lo pequeño, lo mínimo, ha sido el origen de lo más grande! Lo que motivó a María a sellar una alianza de amor con nosotros y hacer de esta una alianza de amor con el Padre, no fueron nuestras virtudes, sino precisamente nuestra pequeñez”[1].

Mi pequeñez causa de algo grande. Origen de una gran misión. En ocasiones miro mi vida en menos. Dejo de valorar mi misión concreta. Veo que los demás tienen más talentos y virtudes. Misiones más valiosas. Veo que a otros Dios se lo ha puesto más fácil. Me cuesta aceptarlo.

Veo la fecundidad de muchas vidas y brota en el corazón la envidia. ¿Por qué mi vida no es grande? Me siento pequeño y pobre. Con la misma pobreza que se respira en Tierra Santa. Lugares santos con tan pocos cristianos allí presentes.

Lo pequeño a los ojos de los hombres. Un lugar pequeño en medio de guerras y discordias. Así surgió la vida en la Iglesia. De la insignificancia de un pueblo de Nazaret. De un hombre como otros hombres. Pero era Dios. La belleza de Dios oculta en el hombre.

En la película The Little boy, el protagonista, un niño de poca estatura, abrumado por su tamaño, escucha: “No te midas de aquí al suelo. Sino de aquí al cielo”. Me mido tantas veces de mi cabeza al suelo y me siento pequeño. Si cambio la mirada todo cambia. Pero no es tan sencillo. Suelo mirarme en comparación.

Una persona decía: “Tengo sentimientos de envidia que no me gustan. A veces me gustaría que él no creciera tanto. Y creo que yo me sentiría mejor. Es un sentimiento ruin pero lo tengo a veces”.

A veces me identifico con esas palabras. Me cuesta la pequeñez. Me comparo en los números, en los logros. Y le pido a Dios que me ayude a entregarle mis sentimientos pequeños y mezquinos. No quiero ocultarlos, taparlos como si no existieran. Los reconozco. Los tomo en mis manos. Los entrego.

Y digo con fuerza, en voz alta, dentro de mi alma: “Soy pequeño, Jesús, gracias por hacerme pequeño, para necesitar cada día tu misericordia, tu fuerza, tu altura”.

Reconozco esos sentimientos tan humanos que me hacen todavía más pequeño. Y me alegro de poder mirarlos a la cara sin rubor. Le doy gracias a Dios porque en mi propia herida me hace más sensible y más misericordioso con los demás.

Desde mi altura no temo. Desde mi pequeñez me siento poderoso. Dios lo ha hecho siempre así en la historia de la Iglesia. No los grandes números. No los grandes edificios y construcciones. No los grandes méritos acumulados por el hombre. Lo pequeño tantas veces es causa de lo grande.

Se alegra el corazón. Quiero rezar como hacía una persona: Así quiero amarte, Señor, desde lo pequeño de mí. Te pido humildad para seguir educando mi corazón y siendo dócil niña bajo tu mirada.

Un corazón humilde, no altanero. Un corazón que no busque los primeros puestos ni el reconocimiento. Un corazón que se sienta frágil en las manos de Dios. Confiado. Lleno de esperanza.

Quiero aprender a sentirme pequeño porque eso me hace más fácil para otros. Abre la puerta de mi alma.

Me decía una persona: “Cuando de alguna forma descubres cómo eres, te ves realmente cómo eres, te sientes tan pequeña y vulnerable que dejas entonces espacio para que otros entren en tu corazón. Desde mi altura pequeña todo es más sencillo para los que se acercan.

No tengo que demostrar nada. No tengo que defenderme de nadie. No tengo que guardarme. ¡Cuánto bien me hace reírme de mis torpezas y caídas! Reconocer que mi vida es pequeña. Sé que para Dios soy valioso. Es lo más importante. Mi altura del suelo al cielo. Es la que cuenta.

A los ojos de Dios soy inmenso. Y le conmueve mi dolor. Sufre con mis sufrimientos. Más aún cuando yo sufro sin razón al compararme con otros. Al querer ser más que otros. Más alto. Tratando de demostrarle al mundo entero cuánto sentido tiene mi vida.

Qué importante es la misión que me han confiado, cuánto logro hacer con mis propias manos y talentos; me confundo al pensar así. Es mi pequeñez la semilla de todo crecimiento. Mi sí pequeño y frágil. Mi vida herida, caída. Desde ahí Dios construye una gran catedral. Desde la piedra pequeña y llena de defectos.

El otro día leía: Sufrimos cuando nos consideramos un simple individuo que se enfrenta en solitario a sus miedos, defectos y resentimientos y, ante todo, a su mortalidad. Creemos, equivocadamente, que nuestro pequeño y limitado ego constituye toda nuestra naturaleza. No nos damos cuenta de que, en alguna parte de nuestro interior, existe un Ser Supremo que disfruta de una paz eterna[2].

No estoy solo. En mi interior habita Dios. En lo más pequeño de mi alma. Charles de Foucauld me recuerda quién soy:Recuerda que eres pequeño. Me sé pequeño. Me da paz saberlo. Pero sé que no estoy solo. Allí donde yo me siento pobre e insignificante está Dios oculto en mí.

Él echa raíces en mi alma. Viene a morar conmigo para que no tema nunca por mi poca altura. Viene a darme fuerzas para que no me frustre, para que no me asuste. Para que no pierda nunca la paz en medio de las luchas.

[1] J. Kentenich, La mirada misericordiosa del Padre

[2] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama

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