El animador Claude Barras debuta en el largometraje con este espléndido y sensibilísimo retrato sobre el dolor y la pérdida en la infanciaEn el ámbito de la ficción, dibujar la vida en los orfanatos como una experiencia deprimente, asfixiante, se ha convertido casi en un cliché dramático, un recurso fácil. Desde la literatura de Dickens hasta Los 400 golpes de Truffaut, hemos mamado la vieja imagen de los centros de menores como una especie de cárceles para niños, una herramienta de la sociedad para mantenerlos, precisamente, al margen de ésta.
Una idea con la que Claude Barras quiere romper, inspirándose en una novela de Gilles Paris, en La vida de Calabacín, invirtiendo para ello la fórmula habitual: de ahí que el centro de acogida en el que se centra la acción resulte ser un lugar cálido, familiar, que representa la mágica idealización de la infancia de sus protagonistas, mientras el mundo exterior es, en cambio, amenazante y deprimente, lleno de adultos egoístas, inmaduros, incapaces de hacerse cargo de los más pequeños.
A partir de ese punto de arranque, Barras –que ha contado con la ayuda en el guión de Céline Sciamma, que había mostrado previamente su capacidad para comprender la idiosincrasia adolescente en Tomboy y Girlhood– ha logrado construir un acercamiento muy sensible, muy a ras de suelo, sobre de qué manera asimilan la pérdida aquellos que, debido a su corta edad, ni siquiera han podido desarrollar las herramientas psicológicas necesarias para superar un golpe emocional de semejante calibre.
Y cómo, a través de ese dolor que todavía no saben gestionar –y que cada uno vehicula de forma muy distinta–, se reconocen entre sí en esas heridas íntimas, y mediante el juego, la compartición y la solidaridad, pueden irlas sanando y convirtiéndose, poco a poco, en una especie de familia sustitutiva que les ayuda a seguir adelante y a tener esperanza, pese a su situación personal.
Lo que no funcionaría igual de bien si La vida de Calabacín no estilizara todo ese dolor, toda esa dureza, a través de un trabajo de animación stop-motion que, en realidad, proyecta a la perfección la ingenuidad característica de la infancia, muy bien representada en esas pequeñas marionetas cargadas de expresividad pese a la sencillez de su diseño. Es, precisamente, esa mirada inocente la que dirige la narración que construye Barras, que elude con espléndida elegancia los detalles más escabrosos para filtrar la historia desde el optimismo y la capacidad fabuladora de los niños, que, nos viene a decir el director, son, a la vez, frágiles y absolutamente indestructibles.
Pero el largometraje es también una historia de amor. O varias, conectadas entre sí. De su protagonista, Ícaro/Calabacín, con sus compañeros del centro de menores. Pero también con Raymond, el policía que lo traslada allí e, incluso después, sigue preocupándose por él. Con la directora y con los profesores que lo acogen como uno más de esa pequeña tribu de niños perdidos. Pero sobre todo con Camille, la recién llegada que le cautiva y que le impele, definitivamente, a superar su dolor y a aceptar que puede reconstruir su vida más allá del sentimiento de culpabilidad que arrastra por la muerte accidental de su madre.