A través de la adaptación de la autobiografía de un periodista italiano, Marco Bellocchio habla de heridas primarias y de la frustración de un paísSer padre (o madre) no es cuestión solamente de proveer, de educar y de proteger –lo de amar lo doy por sentado–. También implica acompañar, en su sentido más amplio, a nuestro hijo, ofreciéndole nuestra presencia –aunque a veces parezcamos casi invisibles– mientras madura, hasta cuando parece que nos necesita menos, y que busca su propia autonomía. Porque quien crece sin ese sostén lo hace cojeando emocionalmente, con un vacío que, casi sin darse cuenta, intenta compensar –la mente humana siempre busca el equilibrio– incluso adoptando actitudes patológicas.
Es lo que le ocurrió al periodista Massimo Gramellini, cuya autobiografía adapta Marco Bellocchio en Felices sueños, cuando perdió a su madre a los nueve años: que bloqueó sus emociones, negándose a sí mismo sus sentimientos, hasta que, en su madurez, explotaron en forma de ataques de ansiedad.
A partir de ese bucle vital –y esa sensación de que, por mucho que aprendamos, por mucho que evolucionemos, en el fondo continuamos siendo los mismos niños perdidos que durante nuestra infancia– construye Bellocchio una historia que solamente aparenta estar construida de forma lineal.
Y es que, a medida que su protagonista, Massimo (Valerio Mastandrea), va averiguando lo que, en realidad, le ocurrió a su progenitora, el relato despliega rimas, reiteraciones de su pasado que evidencian que esa herida primaria –representada a través de la figura del villano de la serie francesa Belfegor, el fantasma del Louvre– está taponada, pero no cicatrizada.
De ahí la estructura circular del largometraje, que no tiene nada de caprichoso: en realidad, representa la inevitabilidad para Massimo de volver atrás, y comprenderse tanto a sí mismo como a su madre, para poder seguir adelante junto a su pareja, Elisa (Bérénice Bejo).
El propio Bellocchio apuntaba que, en cierta manera, Felices sueños es una especie de espejo de su primer largometraje, Las manos en los bolsillos: si allí retrataba a una madre egoísta, inmadura, incapaz de conectar con sus hijos, aquí le da a la progenitora (Barbara Ronchi) un hálito idealizado, casi mágico, que, sin embargo, igualmente deja marcado al personaje de Mastandrea por culpa de su súbita desaparición. Quizás, nos viene a decir el largometraje, también ella fue, al fin y al cabo, egoísta. Y puede que, como le ocurría a Liliana Gerace en la ópera prima del director, eso ponga sobre la mesa su humanidad, y por lo tanto, su naturaleza falible.
Por eso Massimo se convierte, en manos de Bellocchio, y por extensión debido a su traumática invalidez emocional, en una proyección de esa Italia cautiva de su propia inacción –resulta reveladora la secuencia ambientada en Sarajevo, en la que un fotógrafo de guerra altera la realidad sin que el protagonista haga nada por detenerle–, incapaz de rebelarse contra una situación social y política cada vez más irrespirable.
Sus conciudadanos, nos dice el director, están tan bloqueados como Massimo, y también necesitan frenar, tomar aire, y entender su propia naturaleza, y sus limitaciones, para superarlas y salir fortalecidos del envite.