El documental “Lo and Behold: Reveries of the Connected World” ya está disponible en NetflixWerner Herzog es conocido por hacer películas delirantes. Es uno de los pocos directores que pueden presumir de haber sufrido un intento de asesinato durante un rodaje. El protagonista fue el hasta entonces su actor favorito, Klaus Kinski, padre de Natasha, que muchos recordamos.
Herzog es original hasta el tuétano. Hizo, por ejemplo, un impactante e inclasificable documental como Grizzly Man (2005), en el que el espectador se queda atónico cuando un oso pardo de Alaska se zampa literalmente a su protagonista, Timothy Treadwell –un conocido activista ecologista-, junto a su novia.
A Herzog le gusta explorar los límites, las fronteras humanas, culturales y sociales. Lee las nuevas conductas como pistas para entender un posible futuro.
En Lo and Behold: Reveries of the Connected World (2016), ya disponible en Netflix, el realizador alemán sigue este mismo modus operandi a la hora de ponerse a investigar la transformación de nuestro ecosistema humano provocada por la introducción en el mundo, en 1969, de una nueva tecnología llamada internet.
En un principio éste solo fue un ingenio de y para friquis informáticos que cabían en una agenda. Actualmente, sin embargo, si sus usuarios se tuviesen que recopilar en un listín, el grosor del tomo sería de más de 160 quilómetros de alto.
La inquietante voz del director germano narra la introducción de internet en el mundo y, poco a poco, la historia va derivando en micro-historias que nos introducen, inadvertidamente y a través de una cierta extravagancia, en una curiosa valoración de los pros y los contras de la red de redes.
El algoritmo herzoguiano se pone a funcionar a través de entrevistas a numerosos pioneros, científicos, empresarios y damnificados de la multiplicación metastática de las interconexiones en el mundo. Las pistas, como diseminadas por un perverso pulgarcito, aparecen aquí y allá, hiladas por un inglés con un distinguible acento alemán que convierte al realizador en una presencia que ejerce de cicerone.
Nos muestra, por ejemplo, con una escenografía de un patetismo contenido y ridículo, el testimonio de una familia golpeada por la desgracia. Una de las cuatro hijas murió en un accidente de tráfico. Sus fotografías decapitada se viralizaron en internet, y tanto haters como amigos se las hacían llegar vía correo electrónico. Devastados por el acoso y la reiterada visión de la muerte, no pudieron hacer nada para defenderse, porque las leyes no protegen la intimidad de los muertos.
También vemos despuntar a algunos países asiáticos como Corea del Sur o Japón, para muchos el futuro al que nos enfrentamos, con comportamientos tecnófilos extremos: muchos adolescentes permanecen delante de la pantalla durante 16 horas diarias con los pañales puestos para no tener que levantarse a hacer sus necesidades; cada vez son menos infrecuentes muertes por adicción a los video-juegos, por entregarse a ellos ininterrumpidamente durante 40, 50 o incluso 60 horas seguidas.
Algunos científicos confiesan también que no saben qué sucederá cuando se produzca una llamarada solar importante, algo que acontece cada cien años, como mínimo. Muy probablemente el resultado, en un mundo enmarañado en la red electromagnética, será algo parecido a lo que buscaba El Club de la Lucha (1999), una especie de vuelta al grado cero de la civilización o al estado de la naturaleza, donde las leyes de la supervivencia favorecerán de nuevo a los nativos menos digitales. Todo esto tras una catástrofe en la que habrá incendios, explosiones y muchas muertes.
Como último botón de muestra de este carrusel de lo insólito en que se va convirtiendo este documental a medida que avanza, citaré a los buscadores de zonas libres de electromagnetismo. Peregrinos que han tenido que abandonar sus vidas e incluso a sus familias, debido a las alteraciones físicas que les producían las ondas. Algo que a muchos de ellos los ha dejado a orillas de la muerte.
Asistimos a la creación de una nueva comunidad de naturistas-tecnológicos que se aglutinan en torno a un mega-telescopio, que tiene una zona de exclusión electromagnética de 16 quilómetros cuadrados, donde se puede respirar y vivir tranquilo y libre.
Ver este documental se convierte, así, en un modo interesante de poner en duda aquello que parece inatacable, de dudar sobre el verdadero contenido de la palabra progreso, en una pequeña píldora de conocimiento que, pese a su excentricidad, te cambia un poco mientras la saboreas. Es una pequeña lección en esta nueva educación para la ciudadanía en que se están convirtiendo los documentales.