Llevé una carga pesada al sacramento, y entonces Jesús se hizo presente de manera alta y clara
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Hace unos años fui al confesionario de la iglesia cripta de la Basílica del Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción, en Washington capital. Y allí sucedió algo milagroso, o al menos así me lo pareció a mí.
Yo era un visitante habitual de la iglesia cripta, para confesión y para asistir a misa. No obstante, ese día en particular también estaba allí para rezar por un buen amigo de mi infancia que había fallecido hacía poco de forma repentina.
Mi amigo se había convertido en un ávido escalador y se había embarcado en la aventura de escalar una de las montañas más altas del mundo, en Pakistán. Algún tiempo después recibí una llamada telefónica en la que me decían que había desaparecido después de una avalancha. Poco después, nuestros peores temores se confirmaron.
Su muerte me angustiaba no solo por mi pena, sino porque sabía que moriría separado de la Iglesia.
Después de rezar ante el Santo Sacramento, fui a confesarme. Tras confesar mis pecados, le hablé al sacerdote sobre mi preocupación por mi amigo. Nunca antes había mencionado al padre quién era o lo que había sucedido. Solo le dije que había muerto fuera de la Iglesia y le pregunté si debería rezar por él. Su respuesta me sorprendió.
Parte de lo que me dijo fue: “A veces cojo el periódico y leo, por ejemplo, sobre personas que han muerto escalando en Pakistán, y sí, rezo por ellos”.
Entendí esto como una intervención milagrosa de Cristo en el sacramento y como una respuesta directa sobre mi amigo. Ese sacerdote, desconocido, estoy seguro de que no tenía ni idea de las palabras proféticas que acababa de pronunciar.
Como creyentes, sabemos que Dios siempre escucha nuestras oraciones, incluso aunque a veces no lo parezca. Como católicos, también sabemos que Dios se nos presenta de una forma especial en los sacramentos. El sacerdote obra in persona Christi Capitis, en la persona de Cristo Cabeza, o como enseña la Iglesia, “es Cristo mismo quien está presente” (CIC 1548).
Es un gran consuelo en la confesión —el sacramento de la divina misericordia— cuando nos bendicen al escuchar esas reconfortantes palabras de Jesús: “Hijo, tus pecados están perdonados” (CIC 1484).
Las palabras del sacerdote aquel día tuvieron varios efectos sobre mí. Primero y ante todo, reafirmaron en mí poderosamente la eficacia del sacramento. Cristo de verdad está presente y de verdad perdona.
También me confirmó que estamos llamados a ser intercesores, para nuestra familia y amigos, y de hecho, para todos aquellos que confían en nosotros. Es nuestro privilegio y nuestra importante responsabilidad como cristianos.
Por último, me recordó que no debemos juzgar a nadie, sino confiar en todo el mundo a través de la oración y el sacrificio a la divina misericordia de Dios. Incluso hoy, años más tarde, sigo rezando por el descanso eterno de mi amigo.