Mientras entregaba comida a los desamparados, una mujer me dijo tímidamente que tenía un problema “de chica”Todo empezó con un bocadillo. Así conocí a Sabina y a Marek.
Para mí era el primero de muchos miércoles de compromiso con la comunidad. Había escuchado el llamamiento del Papa a ayudar a los sintecho y esta era mi respuesta.
Massimiliano vino de Roma expresamente para rezar con nosotros y luego unirse a nosotros en la calle para hablar con las personas sin hogar durante la noche.
Yo estaba nerviosa; no tenía ni idea de cómo hablar a las personas a las que supuestamente debíamos dar acogida. No sabía cómo iniciar una conversación, cómo acercarme a ellas, qué preguntar o qué no preguntar. Por suerte, llevábamos bocadillos. Y un bocadillo me ayudaba porque, sencillamente, me daba algo que hacer y decir:
“Disculpe, ¿querría un bocadillo?”. Esta frase pasó a ser pronto mi rompehielos habitual en las noches de los miércoles. La puerta a una conversación.
Era la primera vez que participaba con los indigentes de San Egidio. La Comunidad de San Egidio es un movimiento a nivel mundial de personas seglares que empezó en Roma poco después del Concilio Vaticano II.
Su misión es ayudar a todos los excluidos de la sociedad: los sintecho, los refugiados, los ancianos; actúa en favor de la paz y el diálogo ecuménico.
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¿Quién habría pensado que, solo dos meses más tarde, nuestro diminuto grupo crecería hasta treinta personas reunidas repartiendo sopa, té y ropa de abrigo a 70 personas sin techo o al límite de la indigencia?
Volvíamos todas las semanas y les asegurábamos que la semana próxima traeríamos más. Pero lo más importante no ha cambiado: ofrecemos alimento y conversación.
A veces son solamente unas pocas palabras, otras veces son largos debates sobre Tolkien o sobre la vida en Suecia. Y es que las personas sin techo que conocía no cargaban simplemente con mochilas llenas de sus tesoros personales, sino todo un conjunto de aventuras, viajes, experiencias, tragedias y muchas historias. A menudo, nadie les escucha hasta que aparece mi grupo.
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Un inesperado “problema de chicas”
Conocí a Sabina y a Marek en la entrada de un centro comercial. Habían metido sus exiguas pertenencias en unas pocas bolsas de plástico. Estaba oscuro y nadie parecía percatarse de su presencia entre el tumulto de clientes.
Al principio no querían los bocadillos que les ofrecíamos. Dijeron que se las apañaban. Él no bebe alcohol, así que puede dormir en el refugio, caliente.
Ella se gana unas monedas distribuyendo periódicos en las paradas de autobús y se embolsa lo justo para comer. Pero no le da para un apartamento, facturas ni ropa de abrigo.
Sabina dice que se lo debe todo a Marek. Él cuidó de ella cuando estaba en lo más bajo y la ayudó a dejar la bebida.
Así que, en vez de bocatas, les preguntamos qué es lo que sí necesitaban: ¿calcetines gruesos, ropa interior, una chaqueta? “Yo necesito una cosa, pero no me atrevo a decirla, es un problema de chicas un poco tonto”, dijo Sabina.
Curiosa, me la llevé a un margen y le aseguré que no existen los problemas tontos y que haría lo posible por ayudarla.
Sabina me dijo que estaban pensando en casarse pronto, durante las vacaciones. Llevaban mucho tiempo juntos y sentían que ya habían esperado demasiado para casarse.
Me conmovieron sus palabras; hacía mucho que no escuchaba a alguien hablar sin ningún tipo de vergüenza de un ser querido con tantísima ternura.
“Ya sabes, no hay nada peor que estar solo”, me dijo. “Juntos nos ayudamos”. No había nada de tonto en su amor ni en su deseo de casarse.
El “problema tonto de chicas” que avergonzaba a Sabina resultaron ser sus zapatos de boda.
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Zapatos para la novia
¿Cómo son los preparativos de boda para una mujer sin hogar? Lo esencial es lo mismo. Se compró un vestido blanco asequible en una tienda de segunda mano, cumplimentó la documentación necesaria y reservó la iglesia.
Pero no podía encontrar los zapatos: blancos, si podía ser, talla 37 y con una cinta para ayudar a mantenerlos fijos en los pies, un tanto deformes por los numerosos días y noches viviendo con frío.
Me dijo que solo tenía un par de botas, las que llevaba puestas (que ya se estaban cayendo a pedazos) y que quería estar bonita para la boda.
Le prometí unos zapatos. Como ya había donado mis zapatos de boda hacía algún tiempo, primero recurrí a mis mejores amigas. Resultaba que todas tenían tallas diferentes. Así que recurrí a Facebook, y me dejó perpleja la generosidad que encontré.
En una hora no teníamos solo zapatos, sino también un velo, un cárdigan, un ramo, pantis, lencería y camisa y corbata para Marek.
También contactaron conmigo para ofrecerme sus servicios una peluquera, una esteticista, un especialista en manicura, un florista y una fotógrafa.
Empezamos a recibir felicitaciones y oraciones para los prometidos de todas partes del mundo. Yo lloraba mientras leía los mensajes que no paraban de llegar.
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Los invisibles sin techo
Visitar la Comunidad de San Egidio llenó un vacío en mi vida. Durante la Jornada Mundial de la Juventud, el papa Francisco dijo a los jóvenes que se pusieran manos a la obra, y escuchamos. Con un grupo de amigos conseguimos traer la Comunidad de San Egidio a Cracovia.
No éramos especialistas ni trabajadores sociales ni gestores de refugios o conventos; éramos personas normales. Personas que se dieron cuenta de que los pobres y los indigentes de Cracovia, como en cualquier otro lugar del mundo, son un enorme océano de necesidad.
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Y en ese océano cada bote salvavidas es toda una diferencia. Queríamos ser ese bote salvavidas.
Empecé a ver a la gente de forma diferente. Literalmente, porque es difícil ver a los sin techo. Prefieren ser invisibles, imitan la vida normal tan bien como pueden, quieren parecerse a los demás, tratan de no ser diferentes. En especial ahora, en invierno, avergonzados por su circunstancia, pueden camuflarse bastante bien.
“Fingen hacer llamadas desde teléfonos rotos, esperando indefinidamente a alguien”.
Por ejemplo, un hombre leyendo con gran interés el periódico en una estación de autobús parece que en cualquier momento va a mirar el reloj, se va a levantar y va a coger un autobús. Pero en realidad no tiene prisa porque no tiene ningún sitio adonde ir.
Basta con mirar su raída mochila escondida en un rincón, sus zapatos rotos, la antigüedad de la fecha del periódico. Probablemente lleva unas cuantas horas sentado ahí sin que le molesten lo agentes de seguridad, que tienen demasiado corazón como para echarle al frío de la calle.
Situaciones similares pueden encontrarse a la entrada del centro comercial.
Un hombre con un libro viejo ondulado por la humedad o una mujer que mete con dificultades su jersey en una bolsa de compras abultada; no se irán hasta que cierre el centro.
Fingen hacer llamadas desde teléfonos rotos, esperando indefinidamente a alguien. Quieren calidez, pero no solo ese tipo de calor que sale de los calefactores.
Me reuní con Sabina unos pocos días después de conocernos. Se probó los zapatos y le estaban perfectos. Abrumada por la generosidad de unos desconocidos, no pudo pronunciar palabra y simplemente me abrazó.
Y en aquel momento ya no era invisible ni indigente. Era solo una novia, rebosante de gratitud, amor y emoción por su gran día. Sé que será una boda preciosa.