Ser genial puede ser un juego peligroso, tan arriesgado y deslumbrante puede resultar la propuesta como aburrida y enredada. La serie de la BBC flirtea con riesgo, pero en general con acierto, por los derroteros de la genialidadPor regla, acercarse a un personaje icónico como Sherlock Holmes puede ser un arma de doble filo. Uno parte de material suficiente como para desarrollar, estirar y enredarse en las cosas pero al mismo tiempo corre el riesgo de perderse, de caer en los tópicos y de aburrir solemnemente al respetable.
Para hacernos uno idea, lo segundo fue lo que hizo la versión dirigida por Guy Ritchie, Holmes, con Robert Downey Jr. interpretando al agudo detective. Sherlock, la popular serie de la BBC que lleva desde el año 2010 dosificando sus capítulos con cuentagotas acumulando éxito y buenas críticas está más cerca de lo primero.
La ficción creada por Mark Gattis y Steven Moffat empezó siendo brillante y muy pronto comenzó a flirtear con la genialidad sin embargo, ser demasiado bueno a veces también puede resultar un riesgo. Por algo lo genial es genial. Rebasar los límites y zambullirse en lo desconocido es también peligroso, uno también puede perderse y puede también, no se crean, aburrir al respetable. Hay que tener cuidado.
Sherlock comenzó a desfilar por derroteros temerarios hacia la tercera temporada cuando no bastaba con resolver casos de forma desconcertantemente lógica sino que sus responsables se propusieron ir un paso más allá. Puede que nadie tuviera muy claro hacia dónde dirigirse pero lo que sí parecía claro es que querían ir más allá.
La novia abominable, el especial de las navidades pasadas, fue una palpable declaración de principios cuando situó a nuestros protagonistas en el Londres victoriano para vincularlos, de forma realmente extravagante, con la actualidad. Cosas más raras hemos visto, ¿no? Pues no estoy yo tan seguro.
La cuarta temporada compuesta de los habituales tres episodios de hora y media llegaba con el ánimo por las nubes. Situada como poco menos que una obra maestra a la altura misma de la más digna y merecida sucesora de la obra de Conan Doyle, Sherlock continúa manteniendo y alimentando los lazos con los libros originales aunque las conexiones sean muy remotas y a veces incluso, anecdóticas.
Los tres episodios de la última temporada, Las seis Thachers, El detective mentiroso y El problema final parten de lo más o menos básico a lo descabellado ahondando de paso en un hipotético pasado olvidado de Sherlock Holmes.
Como de costumbre, las formas excitadas, casi extravagantes de su forma y la enredado, al punto de lo delirante, de sus argumentos, resulta muy complicado que no enganchen desde el primero minuto. Sobre todo si ya nos hemos hecho a los personajes y, muy importante, a los actores que lo interpretan. Benedict Cumberbatch como el perfecto Sherlock Holmes al borde de la neurosis racional chutado de toneladas de información que ni el espectador es capaz de digerir conforme aparecen en pantalla, y Martin Freeman como ese John Watson esforzado por tener los pies en la tierra y eternamente condicionado por las acciones, las deducciones, los errores, los caprichos y los delirios de Holmes convirtiéndose en el mejor personaje comparsa jamás confeccionado.
La última temporada de Sherlock, funciona pero también desconcierta, eso es cierto. Desconcertar no es malo, solo es señal que se está rebasando la línea y que por tanto puede ser genial. No tengo muy claro si está última temporada es exactamente genial lo que sí me parece bastante evidente es que uno se lo pasa de fábula viendo series como Sherlock.