Un documental narra los últimos cinco años del genio musical británicoUn hombre con ojos de botón agarra con coraje y con miedo la punta de sus sábanas. Un hombre, con los ojos vendados, en una cama semioscura, en una habitación cuadriculada de azulejos, como de otro mundo, se agita, se mueve. Planea los brazos. Casi levita. Canta desde alguna profundidad onírica, inhumana, con voz duplicada y desgarro. Como el que sabe que va a morir. Como el que quiere quedarse aquí, en este mundo abominable pero conocido. Respirar el sol que despega la piel de los edificios ocres a media tarde y deja su rastro flotando en el oxígeno.
Es un hombre que a simple vista parece cualquier otro hombre confundido y golpeado por una batahola inconcreta de sueños monstruosos. Pero no, este hombre está grabando su epílogo. Su último vídeo donde grita suave: “Estoy en peligro. No tengo nada que perder”. Es octubre de 2015. En menos de tres meses este hombre estará muerto. Este hombre es David Bowie.
Acaba de estrenarse el documental David Bowie, los últimos cinco años. Es el testimonio de una estrella. De una estrella negra que se apaga. Una estrella que sabe que está llegando a su fin. Y desde lo incierto del final mira hacia atrás y sabe que ha sido demasiado feliz como para quejarse. Sabe que lo mejor, que lo más sensato, lo más ingenioso, lo más grande, es no lamentarse, no perder el tiempo en preguntarse por qué yo, sino que lo más conveniente es continuar, estirar su mito como un chicle ácido, hacer del último aroma, de la última fragancia del tiempo y del espacio, una obra maestra, una obra sublime.
Los últimos cinco años de Bowie fueron frenéticos. Estuvieron precedidos de un largo silencio de casi una década. Como el que desaparece para encontrarse a sí mismo, para pensarse y transformarse. En 2013, David Bowie reaparece con un nuevo disco: The next day, que podría haberse llamado Love is lost o Where are we now?, como esa canción introspectiva, donde el cantante británico fondea en su pasado, bucea en los años felices de aquel Berlín dividido, Berlín de cartón y piedra, de muro partiendo en dos mitades la isla de la libertad.
Es un Bowie pausado, nostálgico, que inventa canciones desde ese lugar creativo donde uno no hace pie, donde cualquiera llega y se ahoga. Bowie, con su camiseta donde se lee Song of Norway, en recuerdo a aquella novia, Hermione Farthingale, que lo dejó por otro en la capital berlinesa, canta otra vez, pero lo hace con otra mirada. “Me siento como una sociedad destrozada, fragmentada”.
Luego, antes de apagar la luz, un par de destellos: el musical Lazarus –desde los 17 y 18 años había soñado con escribir y estrenar un musical- y Blackstar, el último aliento, la última ráfaga con ecos jazzísticos de un creador sin límites. Blackstar, estrella negra, camaleónica, un disco de culto. El último vuelo sereno de un genio.