Una simple tradición a la hora de cenar cambió rápidamente la perspectiva negativa de una mamá. Te puede servir a ti tambiénLa mayoría de mis días son una niebla de repetitiva rutina entre colada y colada, interrumpida por las persecuciones de mi hijo de dos años que corretea blandiendo una quesadilla a medio comer salpicada de posos café que ha manoseado de entre la basura. En esos aburridos días de monotonía o de los últimos estertores del berrinche infantil de un niño agotado, resulta difícil mantener los pensamientos positivos en lo más alto de mis prioridades.
A veces estoy tan empantanada con los niños, las tareas, las citas y los recados que descubro que termino centrándome en aquello que no esté yendo bien. Es fácil que te consuma la niebla de la desesperación derivada de las dificultades de la maternidad. Es fácil quedar atrapada en el pesimismo y responder a todo gas en el expreso del cinismo.
Es arduo recordarme constantemente que tengo que mantener mi actitud alegre, centrada y optimista mientras trato de limpiar garabatos de tinta indeleble en la pared sin dañar la pintura. La negatividad surge cómodamente cuando me estoy partiendo el lomo por toda la casa tratando que no se desboquen los contendientes en la autopista del caos, y evitando al mismo tiempo no pisar alguna de esas mortíferas piezas de Lego.
Esos momentos hacen que mi optimismo sea imposible o, en el mejor de los casos, inexistente. Después de todo, sonreír y decir “este es el mejor día de mi vida” no suele ser mi primera reacción cuando me encuentro cuatro cajas de cereales abiertas y volcadas con bolitas crujientes de chocolate cayendo en cascada por todo el suelo como un collar de perlas roto.
“La mejor forma de curar a un espíritu de la queja, la insatisfacción y el egoísmo es recordar que siempre hay alguien a quien dar las gracias en todas las situaciones. Podemos escoger culpar a alguien por todo lo que no nos gusta de nuestras vidas, o podemos escoger agradecer a Dios la vida que tenemos, para empezar”. – Padre Mike Schmitz
No obstante, al margen de lo desafiantes que puedan volverse mis días, me he dado cuenta de que tengo que intentar ser optimista. Mi familia lo necesita. Por citar Mi gran boda griega: “Puede que el hombre sea el cabeza de familia, pero la mujer es el cuello”. Nosotras las mujeres somos el pegamento que lo mantiene todo unido. Sin nosotras, todo empieza a desatarse y desmoronarse… nosotras incluidas. Si no podemos mantenernos a flote, no podremos sacar a la familia del agua si en algún momento empieza a naufragar.
Así que, para mantenerme adhesiva y alegre, este año empecé una nueva tradición. Todas las noches, durante la cena, todos contamos una cosa alegre, divertida o positiva que nos haya pasado durante el día (excepto el pequeño de dos años, que está liado comiéndose la quesadilla manchada de café que, mira tú por dónde, resulta que se ha convertido en su cosa alegre del día).
Esta actividad no solo nos ayuda a todos a centrarnos en la mejor parte del día de cada uno, sino que también nos da un buen tema de conversación que entusiasma a los niños. La semana pasada nos sentíamos agradecidos por lo siguiente:
Ver a papá cuando vuelve a casa del trabajo.
Mis juguetes.
Dibujar un ordenador.
Ver la tele.
Comer un cake-pop.
Ir al museo infantil.
Balancearse en el columpio con la nieve.
Jugar con mis amigos.
Mi cena.
Construir un muñeco de nieve con papá.
Jugar a Shopkins con papá en su oficina.
Ir a la iglesia y comer un dónut.
Ver a mi hermana a la vuelta del colegio.
El abrazo de mamá después de hacerme daño.
Estoy descubriendo que siempre hay algo bueno, por pequeño que sea, incluso en el peor de los días; momentos a menudo fugaces u ocultos en la tranquilidad. Encontramos fe en estos pequeños momentos. La intención, la gratitud y el reconocimiento también habitan ahí. Aunque me siento agradecida por los alimentos que comemos, la ropa que vestimos y por el techo sobre nuestras cabezas, he estado perdida en la vida adulta y descentrada respecto de las pequeñas alegrías que siempre me rodean.
Las alegrías que mis hijos me muestran en aquello que eligen como las bendiciones de su día. Empecé esta actividad para ayudar a mis hijos a entender cómo podían encontrar gratitud, pero rápidamente se ha convertido en una lección que me está enseñando a mí a encontrar la mía.